México D. F. 12 de junio de 1915
Hércules, Alicia y Lincoln entraron en la celda y observaron al general entretenido con unas plantas. El hombre les hizo un gesto para que se sentaran y después se acercó a la mesa.
—Siento no poder ofrecerles un buen café, pero aunque no lo crean, hasta yo tengo mis limitaciones —dijo el general Buendía sonriente.
—No se preocupe —comentó Alicia.
—¿A qué debo su agradable visita? —preguntó ladino el general.
—No es una visita de cortesía. El códice se ha perdido para siempre. Usted ordenó su robo en Londres, ¿no es cierto? —preguntó Lincoln.
—Naturalmente que fui yo —comentó orgulloso el general.
—Lo que no entiendo —dijo Lincoln—, es por qué sus hombres mataron a unos marineros del Lusitania.
—Nunca podrán averiguarlo, pero fue una jugada magistral —dijo el general.
—Sé perfectamente por qué dejaron que se hundiera el Lusitania. Hace unos días se detuvo a un alto funcionario del ministerio de Guerra de los Estados Unidos —dijo Hércules.
—Y eso, ¿qué importancia tiene? —preguntó el general con el ceño fruncido.
—No ha trascendido, pero nuestro amigo Winston Churchill nos ha informado de que funcionarios británicos y norteamericanos vaciaron de armas el Lusitania, se las vendieron a usted y después dejaron que se hundiera para borrar las pruebas de su robo —dijo Hércules poniéndose en pie.
—Nunca podrán demostrar mi participación. El contacto fue alemán y está muerto —dijo el general inquieto.
—Lo que no entiendo es qué demonios buscaba en esa isla. Es evidente que a usted no le interesaba el oro —dijo Lincoln.
—Hay cosas más valiosas que el oro, pero me temo que tardarán todavía un poco en descubrirlo. Si recuerdan la última profecía de Aztlán será muy fácil descifrar qué me llevó hasta allí.
Los tres salieron de la celda algo desconcertados. No entendían por qué aquel hombre se sentía tan complacido con su fracaso. El general observó cómo se alejaban por la ventana de su celda, respiró el aire del exterior y pensó que nunca había estado tan seguro como entre aquellas cuatro paredes.
—Que las garzas se lleven mis pensamientos, que las garzas se lleven mi vida —canturreó mientras regresaba a la mesa en la que cultivaba sus plantas.