Aztlán, 2 de junio de 1915
Parecían unas pequeñas motas de polvo cuando los vieron aparecer en la plaza. La pirámide dominaba toda la ciudad. Desde lo alto podían contemplar la isla y el lago encerrado en medio del gran volcán. El párroco estaba en la base con sus dos hombres, oculto entre la maleza, pero Alma respiraba fatigadamente en un recoveco de la roca, muy cerca del gigantesco altar de sacrificios.
El general Buendía miró hacia la cúspide. Le costaría subir los escalones hasta la cima. Echó un vistazo con envidia a la silla transportable donde iba subido el profesor.
Comenzaron a escalar lentamente. Alicia caminaba sujeta del brazo por uno de los soldados, dos hombres llevaban al profesor y otros dos cerraban el grupo detrás del general. En la base esperaban apostados los tres soldados restantes.
A medida que se acercaban a la cúspide, la falta de oxigeno se hacía más evidente. De repente, una gran bandada de garzas cubrió el cielo azul y sus graznidos inundaron el viento de sonidos.
—Los dioses están contentos —dijo el general al contemplar el espectáculo.
Cuando llegaron a la cima se encontraban exhaustos. El general Buendía se apoyó en una de las paredes y miró hacia abajo.
Un par de soldados dejaron sobre la gran piedra del altar un cuchillo. Después, dos de los hombres hicieron beber algo a Alicia. La mujer se intentó resistir, pero entre los dos le abrieron la boca para que tragara el líquido rojo.
—En unos segundos estará preparada —dijo uno de los soldados.
El general se quitó la gorra y la chaqueta, sacó unas ropas rituales de piel de jaguar y se las colocó sobre la cabeza y los hombros. Después comenzó a recitar una serie de fórmulas incomprensibles.
Hércules miraba enfurecido desde su escondite el macabro espectáculo, pero prefería esperar al momento propicio para actuar. La vida de Alicia estaba en juego.
Los dos soldados le quitaron la falda y la blusa a la mujer, pero esta apenas reaccionó. La tumbaron sobre la piedra fría y la sujetaron por los brazos.
El general levantó las dos manos con el cuchillo en la derecha, después comenzó a cantar. Su voz ronca se extendió por la ciudad. De repente se quedó callado, dejando que un silencio espeso lo invadiera todo.