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Laguna de Mexcaltitán, 2 de junio de 1915

La barcaza se paró frente a la catarata. El capitán Ulises Brul se sentía desconcertado. Habían escuchado el tiroteo y el hombre negro que habían recogido les había indicado que aquella gente se dirigía a Aztlán. Sin duda había sido un verdadero golpe de suerte, pero ahora les habían perdido la pista sin más.

—¿No dice nada ese maldito mapa? —le preguntó el capitán a Diego Rivera.

El pintor miró el mapa y, dudando, señaló algo parecido a una catarata.

—Parece que la entrada es eso —dijo extendiendo el brazo hacia la cortina de agua.

—¿La catarata? —preguntó incrédulo el capitán.

Con un grito ordenó que atravesaran el agua. Cuando el agua comenzó a inundar el barco, Diego aprovechó la confusión para acercase al oído de Lincoln y susurrarle:

—Tenga cuidado, el capitán no es lo que parece.

Lincoln cruzó una mirada con el pintor y éste se alejó rápidamente.

—Sargento, tengan preparadas las armas —ordenó el capitán.

Los soldados se colocaron en los costados mientras el barco avanzaba lentamente por el lago en calma.

Diego Rivera miró asombrado la calzada que discurría a su derecha. Ni en la actualidad había caminos como aquel en México, pensó, mientras sacaba un lapicero y comenzaba a garabatear el perfil de la isla a lo lejos.

Cuando llegaron a una especie de embarcadero vieron una nave algo mayor que la suya.

—Húndela —ordenó el capitán a uno de sus hombres en cuanto puso el pie en tierra—. Hay que asegurarse de que somos los únicos que volvemos a casa.

La sonrisa del capitán heló la sangre de Diego, que dejó de dibujar y guardó su cuaderno. Salieron en fila. El hombre negro y Diego caminaban delante, a su espalda el resto de soldados y el capitán cerrando el grupo. Quería asegurarse de que nadie le traicionaba en el último momento.

Lincoln observó la larga avenida. Manhattan era un pueblucho descuidado comparado con aquel espectacular lugar. Deseó con todas sus fuerzas que sus amigos estuvieran allí y se encontraran bien.