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Aztlán, 2 de junio de 1915

Habían llegado de noche a la isla. Después de una larga travesía, la emoción de los acontecimientos y el esfuerzo de ocultar la barca, todos se habían quedado dormidos a la espera de la llegada del general. El párroco había reclutado a un par de hombres, se había hecho con algunas armas y esperaban que aquello fuera suficiente para enfrentarse al general y sus secuaces.

Cuando el sol subió lo suficiente, la ciudad resplandeció en medio de la selva. Los árboles habían invadido las calles, algunos habían nacido dentro de templos o edificios, pero la mayor parte de la ciudad se conservaba intacta. Hércules avanzó maravillado por la gran avenida y miró la descomunal pirámide que se levantaba ante sus ojos. En la parte más alta, un fuerte resplandor le cegó la vista.

—Creo que es oro —comentó el párroco.

—¿Oro? —preguntó Hércules.

—Oro puro. Toda la parte alta de la pirámide está cubierta de oro, como el resto de los edificios —dijo señalando los templos de alrededor.

Alma miró las inmensas moles. Aquello era un verdadero deleite para los ojos.

—Qué pena que no haya venido mi fotógrafo, aunque espero poder traerlo para que el mundo vea esta maravilla —dijo Alma emocionada.

—Nunca había visto algo así, ni siquiera las pirámides de Egipto pueden competir con éstas —dijo Hércules.

El párroco sonrió, no era la primera vez que las veía, pero recordaba la sensación de admiración que habían producido en él.

—Entrarán por el oeste, no hay otro camino. Avanzarán por la avenida principal hasta la plaza, pero luego no podemos prever adónde se dirigirán —dijo Hércules.

—Creo que intentarán escalar la gran pirámide, ese macabro general quiere hacer el ritual completo —dijo Alma.

—¿Qué ritual? —preguntó el párroco.

—Un sacrificio humano, me temo —dijo Hércules, sin poder evitar que un escalofrío recorriera toda su espalda.