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Laguna de Mexcaltitán, 2 de junio de 1915

El general Buendía salió con sus hombres antes de que despuntara el alba. Temía que sus enemigos pudieran tomarle la delantera y estaba en lo cierto. Hércules y sus amigos habían partido con el párroco aquella misma noche. Los soldados del general estaban exhaustos y asustados; después de semanas de viaje, ahora debían adentrarse en un territorio misterioso rodeado de leyendas. Aquellos hombres no eran simples soldados, pertenecían a la orden de los hombres jaguar, pero hasta los más valientes temían la maldición de Aztlán.

La barcaza se adentró en la niebla y tuvieron la sensación de que el mismo diablo se los tragaba. No se veía a más de un palmo, únicamente el piloto de la nave parecía saber adónde se dirigía. El general le había dado las indicaciones de la catarata y el marinero había afirmado con la cabeza enseguida, mientras sus ojos negros miraban con indiferencia hacia el lago.

El general se acomodó sobre unas cajas junto al profesor, que tenía el tobillo vendado y descansaba sobre una silla. Alicia se mantuvo a cierta distancia de los dos. La habían atrapado a pocos metros del embarcadero, perdida y asustada. Sin duda estaba perdiendo sus facultades, pero lo que más le aterrorizaba era encontrarse sola, sin sus amigos. No pudo evitar pensar en Lincoln. Cuánto tiempo habían perdido, ahora lo único que pedía era una última oportunidad para decirle lo que sentía.

—¿No está emocionado? Dentro de unas horas estaremos en el lugar en donde se originó el mundo. La tierra de nuestros antepasados. En cuanto recuperemos los secretos del dios jaguar, los mexicas extenderán su imperio por todo el norte de América —dijo el general exaltado.

—No sé lo que espera encontrar en la ciudad, pero no creo que haya mucho más que unas ruinas reducidas a polvo. La humedad y los años habrán destruido la mayor parte de los objetos de valor —dijo el profesor.

—Pero en la crónica se habla de…

—Lo que se narra aquí sucedió hace casi quinientos años. Desde entonces la ciudad ha seguido deteriorándose, cuando los españoles la encontraron apenas tenía trescientos años —dijo el profesor.

—Lo que no entiendo es por qué no regresaron.

—Puede que descartaran encontrar tesoros en la ciudad o que el miedo les impidiera regresar. De todas formas, éste códice estuvo perdido durante cientos de años. Algunos creen que terminó en España de mano de alguno de los soldados franceses que envió la corona española contra el presidente Benito Juárez, pero lo cierto es que lo escondieron los inquisidores por orden de Felipe II.

—Nuestros dioses han reservado ese honor a uno de sus siervos —dijo el general.

Un estruendo les hizo callar de repente. Después, una inmensa cortina de agua apareció ante sus ojos, pero justo en el último momento el barco se detuvo.

—¿Qué sucede? —preguntó furioso el general. Uno de los soldados se acercó.

—El piloto se niega a seguir.

El general enrojeció de furia y con un torpe movimiento se puso en pie. Fue hasta la popa y comenzó una acalorada discusión con el marinero; unos segundos más tarde, el profesor escuchó un disparo y el chapoteo del agua al caer el cuerpo al lago. Alicia dio un respingo y se tapó, temblorosa, la cara.

El barco se puso en marcha con su lento y monótono ronroneo y atravesaron la cortina de agua, que les cegó los ojos hasta que se encontraron al otro lado. Allí no había niebla, un sol resplandeciente iluminaba el día. Aves de todo tipo revoloteaban sobre sus cabezas, mientras la espesa vegetación cubría el otro lado de la catarata. A lo lejos se divisaba una isla, pero no podían distinguir en ella nada más que árboles. El barco pasó junto a una de las calzadas. Estaba rota en algunos tramos, pero podía transitarse con cuidado. El agua estaba repleta de caimanes que nadaban junto a la embarcación.

El general Buendía se puso en la proa y sacó unos prismáticos de una brillante funda de cuero. Después observó el horizonte en silencio.

—¡Es Aztlán, maldita sea! Por todos los dioses, hemos llegado a casa.