Mexclatitlán, 1 de junio de 1915
—¿Hay alguna manera de acceder a Aztlán desde esta ciudad? —preguntó el general Buendía dirigiendo su gélida mirada al profesor Gamio.
—He leído el códice y habla de una cascada y un volcán.
—¿Un volcán?
—Al parecer, la isla debe estar dentro del cráter de un gigantesco volcán —contestó el profesor.
Alicia, Alma y el profesor esperaron la reacción airada del general, pero éste se mostró tranquilo y cordial, como si la cercanía de su objetivo lo tranquilizara.
—Mañana por la mañana iremos con un guía hacia Aztlán y entonces nadie podrá detenernos —dijo el general con una especie de mueca que simulaba una sonrisa—. Por su seguridad dormirán los tres en la misma habitación, espero que sepan soportar esta última incomodidad.
Alma sintió como un escalofrío recorría su espalda cuando el general pronunció muy lentamente la palabra «última». No sabían cuál era su destino final, pero podían imaginárselo. Cuando el general abandonó la habitación, Alicia abrió la ventana, pero al otro lado había una reja de hierro que hacía imposible la huida.
—No podemos escapar —dijo Alicia, desesperada.
—Mañana en la laguna tendremos nuestra oportunidad —dijo Alma.
—¿En la laguna? No sabemos el tamaño que puede tener, podríamos perdernos y morir en el fango —contestó Alicia.
—Señoras, hay que esperar lo inesperado. La vida se compone de situaciones límite que logramos superar —dijo el profesor Gamio. Aún no había terminado de hablar cuando la puerta se abrió lentamente.
La cara de Hércules apareció entre las sombras del pasillo.
—¿Hércules? ¿Cómo has entrado? —preguntó Alicia.
El español hizo un gesto para que se callaran.
—No hagan ruido, me he deshecho de uno de los guardias, pero será mejor que no alertemos al resto.
Los cuatro salieron de la habitación con sigilo, pero apenas estaban cruzando el patio cuando unos gritos los delataron.
—¡Corran! —gritó Hércules mientras disparaba a su espalda.
Los tres corrieron mientras el español mantenía a raya a los soldados, pero apenas hubieron atravesado el patio, el profesor se tropezó torciéndose el tobillo.
—¿Está bien? —preguntó Hércules inclinándose.
—Váyase, no puedo caminar —dijo el profesor, sujetando su tobillo dolorido.
Hércules titubeó por unos instantes, pero cuando los soldados comenzaron a acercarse corrió hacia las mujeres. Después atravesaron un callejón y llegaron a un pequeño embarcadero, donde les esperaba una canoa. Subieron y el barquero comenzó a alejarse de la isla.
—¿Dónde está Alicia? —preguntó Hércules al echarla de menos en la barca.
—Corría detrás mío, pero en algún momento la perdí de vista —dijo Alma, inquieta.
Los soldados llegaron justo en el momento en el que la embarcación desaparecía en medio de las sombras.