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Mexcaltitán, 1 de junio de 1915

Llegaron a la ciudad justo antes de que anocheciera. El camino desaparecía bajo el agua y la única manera de alcanzar la villa era por medio de unas canoas largas y estrechas. Varios soldados les vigilaban. El profesor Gamio, Alma y Alicia viajaban junto al general en una de las canoas, en la otra iba el resto de los hombres y el equipo. El profesor observó el gran lago en medio de la bruma y las edificaciones compuestas de casas bajas de diferentes colores. La canoa se detuvo en el embarcadero y se dirigieron por una de las estrechas calles embarradas hasta lo que parecía una taberna. Después los llevaron a una de las habitaciones y los encerraron allí.

—Otra vez prisioneros —dijo Alicia impotente.

—Lo importante es que Lincoln y Hércules están libres, ellos encontraran la manera de rescatarnos —dijo Alma.

—Aztlán no está en esta isla —dijo el profesor, que se había mantenido silencioso durante todo el viaje.

—¿Qué? —preguntó Alicia.

—Aztlán no está aquí. En el códice hablan de una gran cascada y un volcán, pero aquí no hay ninguna de las dos cosas.

—Entonces, ¿dónde está la ciudad? —preguntó Alicia.

—El códice describe un gran lago habitado por garzas, lo que parece indicar que estaría en esta región, pero todos los que han buscado la ciudad han fracasado —dijo el profesor.

—¿Qué le dirá al general? —preguntó Alma.

—La verdad, espero que entre en razón y nos deje partir.

—¿Usted cree que nos dejará irnos sin más? Pertenece a ese grupo de los hombres jaguar, no nos permitirá regresar con vida —dijo Alma.

—Los hombres jaguar eran hombres de honor, incapaces de actuar de una manera injusta —dijo el profesor.

—El general Buendía es un hombre importante del ejército y no permitirá que una periodista, un conocido arqueólogo y una extranjera cuenten lo que planea su grupo —dijo Alma.

El general entró a la habitación sin llamar y se acercó al grupo. El profesor lo miró indiferente mientras se sentaba en una de las sillas.

—Hemos alcanzado nuestro destino. Ahora tiene que indicarnos cómo llegar a la ciudad —dijo el general, amenazante—. Espero que acierte a la primera, de ello depende la vida de estas dos encantadoras señoras y también la suya.