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Unión de Corrientes, 1 de junio de 1915

El sacerdote le había alojado en la pequeña casa parroquial. Habían cenado a la luz de las velas en silencio. No era común que los hombres religiosos hablaran mientras comían. Después se habían ido a dormir y Hércules había descansado como nunca. Mientras desayunaban, cuando el sacerdote tomó el último sorbo de café, Hércules comenzó a preguntarle:

—¿Cómo descubrió la ciudad?

—¿Casualidad, tal vez? Eso podría pensar gente como usted, pero yo no creo en las casualidades, creo en los designios de Dios.

—Quiere decir que Dios le llevó hasta allí.

—Podemos decir que sí.

—¿Puede contarme cómo sucedió?

El sacerdote lo miró unos instantes y después comenzó a narrarle su misterioso viaje a Aztlán.

—Hace un par de años enfermé del estómago. A pesar del dolor y la pérdida de peso no me preocupé mucho, hasta una noche que vomité sangre. El médico más cercano estaba en la ciudad de San Miguel, así que tomé una de las barcas y fui hasta el embarcadero Batanga, pero me perdí en la laguna. Los viejos del lugar dicen que si te alejas de la luz que se ve al otro lado del lago, los demonios pueden devorarte; yo no creía todas esas supersticiones, pero al encontrarme perdido en el lago, en medio de la niebla, me asusté.

Hércules seguía el relato casi sin pestañear. Si daba con la ciudad antes que el general, podría tenderles una emboscada y liberar a sus amigos.

—Después de un día entero de viaje llegué a lo que parecía una cascada. Un gran volcán estaba delante de mis ojos. Me acerqué con la barca, aunque no pude observar nada extraño, pero justo al lado de la inmensa cascada observé una gran roca tallada. La figura era la de la serpiente emplumada. Miré la gran cascada y pude vislumbrar una especie de reflejo detrás del agua. Entonces remé hacia la cascada y penetré en el torrente de agua. Allí estaba lo que los hombres llevaban siglos buscando.

—¿Era Aztlán? ¿Por qué no dijo nada a nadie?

—Pensé que lo mejor era dejar las cosas como estaban, si hacía público mi descubrimiento, miles de aventureros se acercarían aquí para hacerse con un poco del tesoro de los aztecas. Mi deber es proteger las almas de los pobres habitantes del lago.

—¿Podría llevarme hasta allí?

—Sí, creo que podría encontrar de nuevo el camino.

—Pero primero quisiera ir a Mexcaltitán. Tengo que encontrarme con unos amigos allí.