Playa Novillero, 30 de mayo de 1915
La barcaza no era tan rápida como le habría gustado, pero su poco calado la convertía en ideal para navegar río arriba hasta Bocas de Camichin, desde donde viajarían por el río hasta el embarcadero Batanga, el punto más cercano a la ciudad. El capitán se levantó de la silla y se acercó a la cubierta. Diego Rivera tenía mala cara. Su rostro, pálido y delgado, contrastaba con su barba negra y poblada, sus ojos saltones parecían hundidos y apagados. Sentado en una silla con los pies apoyados en la baranda miraba al océano.
—¿Qué hace? —preguntó bruscamente el capitán Ulises Brul.
—Pinto.
—¿Pinta? No le veo papel ni lápiz.
—En mi mente. Los pintores dibujamos nuestro primer esbozo en la mente. Si algún día lograra llevar los dibujos de mi mente al papel, sería el más feliz de los hombres.
—Me parece extraño.
—La imaginación es el refugio del alma. Nunca había visto el océano Pacífico. Yo me he criado cerca del mar Caribe, el Pacífico era poco más que un mito para mí, pero en este lado de México el color y la luz cambian. ¿No lo percibe?
Ulises miró el cielo azul, las olas blancas sobre el agua turquesa y no entendió nada.
—Para mí este océano es el obstáculo que me separa de mi objetivo —contestó secamente el capitán.
—El camino es lo importante, capitán, no lo olvide. Nunca llegamos a la meta, el día que lo hagamos estaremos muertos.
—Los artistas están locos. Claro que llegaré a la meta y conseguiré el premio, se lo aseguro, aunque tenga que teñir este océano de sangre.