Boca de Asadero, 30 de mayo de 1915
El barco se había detenido frente a un delta que servía de entrada a un pequeño puerto de pescadores. Era el punto más cercano a la costa en el que podían atracar. El general Buendía estaba impaciente por desembarcar, pero antes, sus hombres debían asegurarse un transporte.
Lincoln había conseguido sortear la guardia en un par de ocasiones y buscar algo de comida y bebida en el barco, pero desde hacía unas horas estaba empeñado en liberar al profesor Gamio. Alicia y Alma se habían opuesto, pero el norteamericano podía ser muy testarudo cuando se le metía una idea en la cabeza. Cuando cuatro de los soldados desembarcaron hacia la costa, Lincoln intentó aprovechar la oportunidad: salió de la barca y se dirigió al interior de la nave. No sabía cuales eran los camarotes del profesor y el general, pero imaginó que estarían próximos al gran salón de la cubierta inferior.
Mientras Lincoln caminaba por los pasillos en busca del profesor Gamio, un soldado se acercó a la barca donde se escondían Alma y Alicia. El general había ordenado que prepararan el desembarco y tenían que cargar las barcas antes de echarlas al mar. Cuando el soldado levantó la lona escuchó un ruido en el interior. Miró hacia el lugar del que procedía el ruido, pero antes de que pudiera reaccionar, Alicia lo golpeó con un gancho, el soldado se derrumbó y ellas intentaron de salir de la barca. Cuando pisaron la cubierta comenzaron a correr, pero el ruido había puesto sobre aviso al resto de los tripulantes. Los soldados se acercaron. Alicia seguía blandiendo el gancho como si de un cuchillo se tratara, pero lodo era inútil, estaban rodeadas.
—Queridas señoras, creía haberlas perdido para siempre, me alegro de que se encuentren bien. Será un placer que nos acompañen hasta Aztlán, seguro que los dioses se ponen muy contentos al verlas —dijo el general con una amplia sonrisa. Sus ojos negros brillaron de excitación al pensar, que, al fin y al cabo, su ofrenda no se había perdido del todo.