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Durango, 29 de mayo de 1915

Cuando Félix Sommerfeld llegó a la ciudad, preguntó por el dirigible. Sabía que era su única oportunidad de adelantarse a sus competidores. La gente le señaló un pequeño pueblo donde el constructor del dirigible estaba intentando repararlo.

El pueblo parecía abandonado, pero el gran aparato volador se encontraba junto a una casa baja medio desvencijada. Félix le dijo a Sara que le esperara fuera y entró en un gran salón a oscuras. Sus ojos tardaron unos segundos en acostumbrarse a la penumbra, pero cuando lo hicieron no observaron nada sospechoso. Una mesa, unas sillas, un pequeño aparador con platos blancos y algunas cestas de mimbre en un rincón.

—¿Hay alguien aquí?

Nadie contestó. El alemán se acercó al pasillo y miró las habitaciones. No había ni rastro del dueño del dirigible. Salió a la reseca explanada y se dirigió al aparato. A pesar de algunos parches, el polvo del desierto y agujeros de bala en la gran cabina, el aparato parecía nuevo. La mujer miró con asombro el gran monstruo volador y masculló un rezo de protección.

—¿De verdad quieres viajar en esto? —preguntó la mujer.

—No tenemos otra opción.

—Si los dioses hubieran querido que voláramos nos habrían dado alas.

—Si no lo hubieran querido, no nos habrían dado la capacidad de inventar un artilugio que vuela.

Sara se quedó en silencio. Lo principal era llegar a Aztlán, los medios eran poco importantes. Félix dio la vuelta al aparato hasta que vio una pequeña puerta abierta. Se asomó y entonces vio a un hombre vestido con un mono trabajando.

—Perdone.

El hombre se giró y miró a Félix. Sus ojos azules no expresaron sorpresa ni temor, pero sí indiferencia.

—Necesito su dirigible. Si me lleva puedo convertirle en un hombre rico, si se niega, morirá.