Villa Unión, 28 de mayo 1915
Cuando Hércules bajó del tren respiró aliviado. Mientras forcejeaba con el anciano, sintió la bala rozarle y la sangre húmeda en el costado, pero no era suya, era del general. Cuando recuperó la consciencia le hizo todo tipo de preguntas, pero al principio el anciano se negó a responder. Después de presionarle, el hombre se había mostrado más colaborador. Hércules no se lo podía creer. Aquel viejo no era ni más ni menos que el general Huerta.
El general le contó todo lo que sabía sobre Aztlán y sobre sus amigos secuestrados. También le indicó que el grupo se dirigía a Mexcaltitán, donde se creía que podía estar Aztlán. Parecía un moribundo intentando limpiar su conciencia. Después de interrogarlo, el hombre comenzó a quejarse y murió. Hércules escapó en cuanto el tren se detuvo. Alquiló un coche, no de los pocos que se veían todavía en México, y tomó rumbo hacia el sur.
Llevaba tanto tiempo solo que comenzaba a sentir el cansancio y el desánimo del viaje. ¿Qué sería de Lincoln y Alicia? Quería creer que se encontraban bien, pero lo cierto era que aquellos locos sanguinarios podían hacerles cualquier cosa. Tras su fuga había pensado que sería relativamente fácil rescatarles, pero todo se había complicado extraordinariamente y ahora temía por sus vidas.
Pisó el acelerador del coche e intentó ir a toda velocidad, pero el estado del camino, la multitud de viandantes y las carretas le frenaban. Después de un par de horas se encontraba en Rosario. Se apeó, compró comida yagua para el resto del viaje y consiguió un viejo mapa de la zona. Después de comer, retomó el viaje con más entusiasmo. En un par de días estaría en su destino. Confiaba en que sus amigos estuvieran bien, Lincoln era un hombre de recursos y Alicia no se dejaba amilanar por nada.
Observó la puesta de sol sobre los lagos y pensó que aquél sería un buen sitio para vivir, rodeado de lagunas, selva y mar.