Rosario, 28 de mayo de 1915
La marcha no dejaba de intensificarse, no sabía cuánto más podría continuar a ese ritmo. El camino estaba empedrado solo en algunos tramos y cruzaban desfiladeros por los que apenas pasaba una cabalgadura. Diego Rivera invocó a la Virgen de Guadalupe a pesar de no ser muy devoto de las imágenes religiosas. Nunca había pasado tanta hambre y sed, estaba bajando de peso, y a veces se adormilaba sobre el caballo.
El capitán Ulises Brul galopaba a su lado, apenas cruzaban palabra. Desde hacía más de veinticuatro horas no había vuelto a insistir en que le explicara más cosas de Aztlán, lo que le aliviaba tremendamente, ya que Diego apenas sabía nada sobre los mexicas.
Una barba negra y tupida comenzaba a invadirle la cara, su rostro de niño bueno de ojos saltones se estaba convirtiendo en el de un cuatrero de Sierra Madre. El resto de los soldados tampoco hablaban, no sonreían ni cantaban. El incidente que había acabado con tres de ellos parecía haber agriado el viaje.
El capitán Ulises miró uno de sus mapas.
—Según mis cálculos, si seguimos a este ritmo estaremos en la costa del Pacífico en un día de viaje. En Guaymas tomaremos un barco que nos lleve hasta Los Corchos, desde allí ya veremos cómo llegamos a la laguna de Mexcaltitán.
—¿Está seguro de que podremos aguantar este ritmo? —preguntó Diego.
—No es la primera vez que tengo que atravesar México a toda velocidad. Hace unos años, cuando estalló la revolución, mi familia y yo huimos de Guadalajara hasta El Paso. Dos de mis hermanos pequeños y mi madre murieron, pero conseguimos escapar de los revolucionarios.
—¿Quién era su padre? —preguntó Diego.
—Era el alcalde de una ciudad cercana a Guadalajara. Como se negó a aceptar la revolución, lo encarcelaron y lo condenaron a muerte, pero mi madre pagó un soborno para liberarle, tuvimos que huir con lo puesto y comenzar una nueva vida —dijo el capitán Ulises.
—¿Merece la pena tanto esfuerzo?
—Con ese dinero llevaré a mi mujer a Venezuela o Argentina y comenzaremos una nueva vida, me lo merezco, después de sufrir el rechazo de los nuestros y de los gringos.
Diego se quedó pensativo. Los hombres eran capaces de cometer grandes crímenes para vengarse o simplemente para recuperar la fe en sí mismos, y el capitán no era una excepción. En cierto sentido le recordó a aquellos hombres que perdieron su vida y su honra en la búsqueda de El Dorado.