Mazatlán, 28 de mayo de 1915
Los soldados confiscaron uno de los barcos pequeños mientras el general Buendía y el profesor Gamio los observaban desde el embarcadero.
—Puede ver las ventajas de pertenecer al ejército federal —dijo el general.
—Robar es una de las atribuciones del ejército mexicano —contestó muy serio el profesor.
—¡No sea insolente, puedo matarle en cuanto lo desee, no crea que es imprescindible para esta misión! —dijo el general alzando la voz.
El profesor se puso pálido de repente y agachó la cabeza.
—Esos malditos extranjeros han escapado por ahora, pero le aseguro que nadie se libra de la ira de los hombres jaguar.
Las miradas de los dos se cruzaron por unos segundos.
—Sí, ha entendido bien. Somos los descendientes de los hombres jaguar. Todo el mundo cree que fuimos exterminados por Cortés en la ciudad de Tenochtitlán.
—Los hombres jaguar desaparecieron hace siglos —dijo el profesor con incredulidad.
—Hemos vivido ocultos hasta ahora, que nuestra venganza está cerca, y construiremos un nuevo imperio que arroje a los extranjeros de la tierra sagrada de nuestros antepasados —dijo el general Buendía.
—¿Por qué quieren ir a Aztlán? —preguntó el profesor, asustado. Pero no obtuvo respuesta, alguien lo golpeó por detrás y perdió el conocimiento por completo.
Dos soldados cogieron el cuerpo del suelo y lo subieron a bordo. El general comenzó a recorrer la pasarela a la vez que le hablaba al cuerpo inconsciente.
—Lo sabrá a su debido tiempo, profesor Gamio.