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Torreón, 26 de mayo de 1915

Hércules entró en el vagón e intentó buscar un sitio libre, pero no había ninguno en tercera. Le pidió al revisor que le cobrara la diferencia y se dirigió a primera clase. Su ropa estaba sucia y polvorienta, pero no vaciló en entrar en uno de los lujosos compartimentos y, apenas sin saludar, tumbarse a dormir.

El tren le llevaba de nuevo a Durango; por las noticias que había leído, el dirigible había sido visto en la Sierra Madre Oriental. Por mucho que lo intentara no lograría alcanzarlo a caballo.

Cuando se despertó observó a una mujer muy gorda con una niña rubia de largas trenzas. Sonrió a la niña, pero la madre la apretujó contra sí, como si le fuera a hacer algo. Hércules salió al pasillo y comenzó a fumar uno de sus puros, un anciano a su lado no dejaba de observar el cigarro.

—¿Quiere un puro? —preguntó Hércules, solo le quedaban dos de reserva, pero ya compraría más cuando regresaran a casa.

—Muchas gracias, el médico me ha dicho que no fume, pero a mi edad le quedan a uno muy pocos placeres de los que disfrutar.

Hércules le encendió el puro y el anciano puso los ojos en blanco como si hubiera entrado en éxtasis.

—¿Un viaje de placer? —preguntó el hombre mayor.

—No, más bien de negocios.

—¿Es usted español?

—Sí.

—Acabo de regresar de un viaje a Madrid, ¡qué ciudad tan bella!

—¿Madrid? Hace mucho que no voy a la ciudad. ¿Cómo sigue todo?

—Todo sigue igual, Madrid nunca cambia —dijo el anciano sonriente.

—España es un país de costumbres —comentó Hércules.

—En eso nos parecemos los mexicanos y los españoles.

Hércules miró de nuevo al viejo y observó su cuerpo delgado, el traje impecable y sus manos de dedos largos y huesudos. En la mano derecha tenía un anillo con forma de jaguar. Hasta ese momento no se había percatado de aquel detalle, podía ser simple casualidad, no era extraño que en México la gente venerara al jaguar.

—Ha sido un placer, ¿le volveré a ver? —preguntó Hércules.

—Yo continúo hasta la costa, no sé dónde se apeará usted —dijo el viejo.

—Yo también voy a la costa —dijo Hércules—. Si lo desea podemos desayunar juntos.

—Será un placer charlar sobre España.

Hércules se dirigió hacia su compartimento con el corazón acelerado; aquel hombre podía ser un anciano que se dirigía al Pacífico para descansar, pero había algo en su porte, y sobre todo en aquel anillo, que le hacía pensar que no era quien decía ser.