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Monterrey, 26 de mayo de 1915

Huerta había entrado en el país con un nombre falso, se había puesto en contacto con el general Buendía para informarle del robo del mapa y ahora se dirigía a la costa del Pacífico. Según el profesor Gamio, uno de los rehenes que tenía el general Buendía, Aztlán debía de encontrarse en algún punto del Estado de Nayarit, en la laguna de Mexcaltitán. Podía haber ido por el norte, pero había un paso obligado por Chihuahua, por lo que había decido ir a Monterrey, de allí a Torreón, luego a Durango, y atravesar la Sierra Madre Occidental. Seguramente los interceptaría antes de que llegaran a su destino.

El general Huerta observó el paisaje desde el tren. Desde la revolución, muchas de las líneas podían pasarse días sin funcionar, pero afortunadamente aquel tren marchaba muy bien. Pensó en Diego Rivera, nunca habría imaginado que podría traicionarlo. Lo había traído desde Europa, lo había ayudado en todo, pero él le había traicionado. Los hombres jaguar sabrían darle su merecido.

Intentó dormir un poco, pero se encontraba demasiado nervioso, no dejaba de ser un prófugo de la justicia y los federales podían detenerle en cualquier momento. Tenía contactos en México D. F., pero muchos pedirían su cabeza.

Cerró los ojos e intentó imaginarse con la banda presidencial, mientras el himno nacional sonaba con toda su fuerza. Cuando abrió los ojos apareció ante él Torreón. No tenía que apearse del tren, pararía allí una hora y después seguiría su camino hasta Durango. Se giró hacia un lado o intentó dormir de nuevo, pero la cara de Diego Rivera acudía a su mente a cada momento. Se había atrevido a burlarse de un héroe de guerra y expresidente mexicano, la ira de todos sus dioses caería sobre ese pintor zucho, sería una hermosa pieza para el sacrificio.