Chihuahua, 25 de mayo de 1915
La fiesta ya había comenzado cuando llegó. No era muy elegante, no esperaba mucho fasto entre los revolucionarios, pero algunas de las mujeres vestían elegantes trajes de seda y joyas. Los hombres, por el contrario, llevaban el modesto uniforme de los soldados de Pancho Villa, pero lavado y planchado. Diego se quedó en la puerta que daba al salón, miró la gran mesa provista de todo tipo de manjares y pensó que poco le faltaba a la revolución para olvidar su verdadera esencia.
—Diego, me alegro de verle —dijo el general Villa, dando un fuerte abrazo al pintor.
—Gracias, general, la verdad es que hace días que no como decentemente.
—Aquí no hacemos nada decentemente, no nos gustan mucho los curas —bromeó el general Villa.
—Entiendo.
—La Iglesia ha sido el opio del pueblo, ¿ha leído a Marx?
—Bueno, por encima —contestó Diego.
—Yo no le entiendo ni la mitad, pero lo claro es que muchos no comen nada, para que unos pocos se coman todo. Las tierras las tienen cuatro caciques que en muchas ocasiones ni las explotan, mientras el pueblo pasa hambre, por no hablar de las tierras comunitarias robadas a los indígenas —dijo Villa emocionado, después paró y sonrió al pintor—. Disculpe, pero a veces me disparo. Será mejor que nos sentemos.
Se dirigieron a la cabecera de la mesa y cuando el general se sentó, todos lo imitaron.
—¿Por dónde iba? —preguntó el general Villa a Diego.
—Por Marx —contestó el pintor.
—Naturalmente, lo que Marx sugiere no se puede llevar a cabo en México, aquí no hay apenas obreros, lo que necesitamos es una reforma agraria, pero cada vez que un nuevo presidente llega al poder, se olvida de ponerla en marcha. Le pasó a Madero, al que admiraba y respetaba, ahora a Carranza y del resto mejor no hablar.
—¿Usted quiere ser presidente? —preguntó Diego.
—No, Emiliano Zapata siempre está con esa babosada, pero yo no sirvo para presidente, daría el Estado a los pobres y se acabaría México; este pueblo también necesita mano dura —dijo Villa mientras devoraba un muslo de pollo.
Por el fondo del salón entraron tres hombres, uno parecía criollo, con el pelo negro y liso pero muy pálido de cara. Observó la sala con sus ojos verde oliva y se sentó en un sitio vacío al extremo de la mesa. Los otros tres hombres se pusieron cerca de la entrada. Pancho Villa observó la escena sin dejar de comer el pollo, su barbilla grasienta y sin afeitar brillaba bajo la luz de las bombillas.
—Todavía no me ha dicho para qué me necesita —dijo Villa.
—Es difícil de explicar —contestó Diego pensativo.
—No se preocupe, tenemos toda la noche por delante. ¿Quiere más vino? —preguntó Villa llenándole la copa hasta arriba.
Diego intentó exponer los hechos al general desde el principio. Su encuentro con su buen amigo Alfonso Ochoa en Madrid, la petición de éste de investigar al general Huerta, la visita de Huerta a la librería donde le habían dado el mapa y los tratos del general con los alemanes.
—Serán hijos de la gran chingada. Están tratando conmigo y al mismo tiempo lo hacen con ese cabulero —dijo Villa, mientras comenzaba a ponerse rojo.
—La cosa es que mientras estábamos en Texas le quité el mapa y quería dárselo a Alfonso, pero no he logrado encontrarle.
—Alfonso está con una misión ¿Adónde conduce ese mapa? —preguntó Villa.
—Según parece, a la mítica ciudad de Aztlán.
—¿Aztlán? Nunca había oído hablar de ella —dijo Villa extrañado.
—Aztlán es la ciudad originaria de nuestro pueblo mexica.
—Unas ruinas antiguas —contestó Villa desilusionado.
—Al parecer sí, aunque el general Huerta piensa que hay un tremendo tesoro y algún tipo de secreto que puede ayudarle a ganar la guerra —dijo Diego.
—La guerra se gana con esto —contestó Villa dejando un revolver sobre la mesa.
El golpe alertó a los comensales y todos se giraron a mirarlos. Pancho Villa hizo un gesto con la cabeza y cada uno continuó con su charla.
—Simplemente le digo lo que el general Huerta me contó —dijo Diego.
—El oro es otra cosa, ando muy escaso de dinero. Una buena cantidad de oro podría facilitarme mucho las cosas.
—Es uno de los tesoros que los españoles no lograron encontrar, una especie de El Dorado mexicano —dijo Diego.
—Será mejor que me enseñe ese mapa a solas —dijo Villa levantándose de la mesa. Todos se pusieron en pie y él hizo un gesto con las manos para que se sentaran.
Diego y el general Villa fueron hacia el fondo de la habitación y entraron en su despacho. El hombre sentado al otro lado se levantó y caminó por un pasillo hasta la puerta del despacho que daba al gran patio, después se introdujo con ellos entre las estanterías en las que se guardaban los papeles de la región.
—Si Huerta está interesado en el tesoro sin duda debe ser algo fabuloso, ese viejo zorro no se mueve si no es por dinero —dijo el general Villa.
—Puede que el oro exista o puede que no —contestó Diego.
—Usted ha visto el mapa —dijo Villa colocándolo sobre la mesa—, ¿dónde se encuentra la ciudad?
—Muchas de las referencias del mapa han desaparecido, sin un especialista será difícil dar con el lugar —contestó Diego.
—¿Un especialista en qué? —preguntó enfadado Villa.
—En cultura mexica.
Un ruido en el otro lado del despacho les puso en guardia. Villa sacó la pistola y apuntó hacia las estanterías.
—¿Quién hay ahí? —preguntó sin inmutarse.
De detrás de las estanterías salieron cuatro hombres, eran los mexicanos que habían venido desde Norteamérica.
—General Villa, está produciendo un verdadero genocidio en su pueblo y el gobierno de los Estados Unidos nos ha enviado para acabar con usted —dijo el capitán Ulises.
Las cuatro pistolas apuntaban al general y a Diego, que había levantado las manos instintivamente.
—No dispare —dijo Diego.
—Lo lamento, pero no podemos dejar testigos —dijo el capitán Ulises.
El general Villa los miró fijamente a los ojos, muchas veces se había encontrado frente a la muerte, pero había logrado burlarla.
—No me estáis matando a mí, estáis asesinado al pueblo de México —dijo el general Villa.
—¿Asesinando? No, estamos liberando al pueblo de la guerra civil y la anarquía —contestó el capitán.
En ese momento alguien abrió la puerta que daba al salón y todos se giraron. Dos hombres entraron disparando a los norteamericanos, pero Ulises logró eliminar a uno de ellos, tomó como prisionero a Diego Rivera, y Villa ordenó el alto el fuego.
—No disparen, carajo.
Ulises tomó el mapa de la mesa y sin dar la espalda comenzó dirigirse a la otra puerta cubierto por sus hombres. Salieron al gran patio y corrieron con el pobre Diego, que apenas podía seguirles el paso. Aquella pesadilla no había terminado del todo, aún le quedaba pasar el trago más amargo.