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Aztlán, 18 de julio de 1520

Regresamos agotados y temerosos por la calzada. De todos los que habíamos iniciado el viaje, quedábamos cinco españoles y diez mexicas. En el camino vimos los cuerpos de algunos de los indígenas que habían huido, aquella maldita peste no distinguía a cobardes de valientes. Cuando llegamos a la elevación y dejamos el lago, suspiramos aliviados. Habíamos burlado a la muerte, o eso era lo que creíamos.

Dos semanas después vimos al almirante Hernán Cortés cerca de Tepeaca y le referimos lo que nos había sucedido en Aztlán. Se lamentó mucho de que no hubiéramos encontrado el tesoro y me pidió el mapa para llegar a la ciudad. En aquellos días, alguno de mis hombres cayó enfermo, pero al poco tiempo mejoró. El hombre jaguar que nos había llevado hasta la ciudad escapó del campamento, pero por temor le dije al almirante que le había dado muerte en secreto. Algunos de los mexicas dijeron que había regresado a Tenochtitlán, pero nunca más volvimos a verle.