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Aztlán, 14 de julio de 1520

Las ruinas parecían abandonadas y no vimos hombres ni animales en la ciudad. Los templos de Tenochtitlán parecían burdas imitaciones comparados con los suntuosos edificios. Caminamos un día por la calzada que llevaba hasta la ciudad, se encontraba en mal estado, pero me recordó a las de la capital de los mexicas, aunque su tamaño era mucho mayor, hubieran podido caminar por ella veinte hombres a la par, hombro con hombro.

Tardamos medio día en llegar a la gran plaza central, la maleza había invadido los edificios y las aves habían construido sus nidos en las altas pirámides. Los mexicas que nos acompañaban estaban atemorizados, creían que sus dioses los iban a castigar por regresar a aquella tierra prohibida de la que habían huido hacía tanto tiempo. Cuando ascendí a la cumbre de la gran pirámide no podía imaginar que fuera tan amplia en su cima como toda la plaza de Salamanca. A los pies de la gran escalinata había un inmenso altar en el que hubieran podido sacrificarse varias vacas a la vez. El templete era amplio, con varias estancias, y la parte trasera daba a un recinto cercado, pero al aire libre, con unas graderías de piedra. Cuando bajamos de la pirámide nos dirigimos a uno de los palacios más grandes. Nos sorprendió verlos amueblados y ordenados, como si hubieran abandonado la ciudad precipitadamente sin llevarse nada. Después recorrí con mis hombres otros grandes edificios y plantamos el campamento en la gran explanada, que era el único sitio que no había sido invadido por la maleza. Justo cuando el sol comenzaba a ponerse, una gran bandada de garzas blancas revoloteó sobre nosotros con sus temibles graznidos que retumbaron en las calles desiertas. Los mexicas dijeron que era un mal augurio; debió de serlo, pero eso no lo supimos hasta la jornada siguiente.