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Chihuahua, 25 de mayo de 1915

Cuando Diego observó como el autobús se detenía enfrente de la catedral se estiró en el asiento, tomó la maleta de la red que tenía encima de la cabeza y bajó a empujones hasta el suelo polvoriento. En México la mayoría de las ciudades seguían teniendo las calles de tierra. La capital era la única con las vías principales empedradas, nada que ver con las carreteras asfaltadas de los Estados Unidos. Comenzó a caminar por el terreno polvoriento aferrado a su maleta. Después preguntó a un barrendero por una conocida posada. Al parecer, Alfonso Reyes Ochoa prefería hospedarse allí cuando estaba en la ciudad. Llegó al edificio y entró. La casa era una hermosa mansión con un jardín interior repleto de flores, nada que ver con lo que Diego Rivera entendía por posada. Se acercó a uno de los salones que servían de cantina y preguntó a una mujer mayor por su amigo.

—El señor Alfonso no está en la casa, pero no creo que tarde mucho en regresar. ¿Desea que le reserve una habitación?

—¿Sería tan amable? —preguntó Diego. Se sentía sucio e incómodo con aquella ropa, daría lo que fuera por darse un buen baño, cambiarse de ropa y descansar en una buena cama.

La anciana lo llevó a la planta superior por un corredor al que daban las puertas de las habitaciones. El tintineo de las llaves acompañaba sus andares lentos y cansinos. Se paró delante de una de las puertas y cogió el gran manojo de llaves. Abrió una puerta y le pidió que pasara.

La habitación era amplia, estaba muy limpia y tenía una gran bañera a un lado.

—Les diré a las chicas que le suban agua caliente.

—Muy amable —dijo Diego.

Se quedó solo unos minutos. Se sentó en la cama e intentó relajar la mente. Alguien golpeó la puerta.

—¡Adelante!

Dos chicas muy jóvenes, casi unas adolescentes, cargaban con cubos humeantes. Arrojaron el agua a la bañera y un agradable olor a vapor inundó la habitación. La operación se repitió tres veces, hasta que la bañera se llenó por completo. Después, Diego se desvistió y se introdujo con cuidado en la bañera. Notó como el agua casi hirviendo le relajaba los músculos de la espalda y los hombros, cerró los ojos, respiró hondo y se quedó transpuesto. Por primera vez en varias semanas se sentía seguro y confiado, esa misma tarde vería a su amigo, le daría el plano y al día siguiente se iría de allí. Su trabajo de espía había terminado.