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Durango, 23 de mayo de 1915

—No colaboraré si hace daño a esta gente —dijo el profesor Gamio.

—¿Qué ha dicho? —preguntó amenazante el general Buendía.

—Lo que ha escuchado.

—No es imprescindible, además tengo muchas maneras de hacer que me ayude —dijo el general.

—Pues tendrá que ponerlas en práctica.

El general levantó la mano, pero se detuvo a medio camino. No era buena idea ponerse a pegar tiros en mitad de Durango y que alguien encontrara los cadáveres de cuatro extranjeros. Los llevaría con él parte del viaje y se desharía de ellos en el desierto o en la selva.

—Está bien, seamos civilizados. No les haré nada si prometen no causarme problemas —dijo el general, sonriente.

Todos se quedaron sorprendidos por la reacción del general.

—Gracias, general —dijo el profesor.

—Nos dirigiremos más hacia el norte, ustedes nos acompañarán. Utilizaremos su dirigible —dijo el general.

—Le seremos de utilidad —dijo Hércules.

—Hay oro para todos, no tenemos por qué ser avariciosos —dijo el general volviendo a sonreír. No quería que sus enemigos supieran la verdadera razón de viaje.

—Además, podemos ayudarle a encontrar Aztlán —dijo Hércules—. Nosotros solo le pedimos que nos devuelva el códice cuando haya encontrado el lugar. Hemos prometido por nuestro honor restituirlo a Inglaterra.

—Cuando estemos en Aztlán ya no nos servirá para nada —contestó el general.

El ambiente se relajó un poco, los soldados se limitaron a vigilar la puerta y el general pidió a todos que se volvieran a sentar.

—Necesito que me cuenten lo que saben —dijo el general a sus prisioneros.

—No sabemos mucho —dijo Hércules.

—Da lo mismo, cualquier información puede ser vital.

Hércules comenzó a contarle algunos detalles que habían descubierto, aunque intentó eludir muchos de los datos de la investigación. Sabía que aquella asociación era tan circunstancial que solo retrasaba lo inevitable, pero muchas veces es mejor ganar tiempo a la muerte, aunque solo sea para intentar burlarla.