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Durango, 23 de mayo de 1915

El profesor Gamio levantó la copa para hacer un brindis.

—Por México, damas y caballeros —dijo mirando a sus invitados.

—Por México —repitieron todos a una.

Se sentó y todos comenzaron a cenar. No había podido reunirse con Hércules y sus amigos desde la mañana del día anterior. El viento había estropeado parte del trabajo y había preferido asegurar unas piezas antes de abandonar la prospección.

—Ahora puedo prestarles toda mi atención, espero serles de utilidad —dijo el profesor.

—Seguro que lo será. Nosotros somos profanos en la materia. ¿Podría decirnos quién era Bernardino de Sahagún y algo sobre el códice? —preguntó Hércules.

—Bernardino de Sahagún fue un importante personaje para México, gracias a él se rescataron muchas de las tradiciones y creencias de los mexicas —contestó el profesor.

—Era monje, ¿verdad? —preguntó Alicia.

—Era un fraile franciscano, su verdadero nombre era Bernardino de Rivera, pero muchos frailes cambiaban su apellido por el nombre de la ciudad en la que habían nacido. En 1520 estudió en Salamanca. La universidad se centraba en el estudio de leyes, pero Bernardino tenía vocación misionera, por ello pronto ingresó en la orden de los padres franciscanos y abandonó sus estudios. En 1529 se dirigió a Nueva España para dedicar su vida a las misiones. Después de servir varios años en diferentes puestos fundó el Imperial Colegio de la Santa Cruz de Tlatelolco, la primera universidad creada en América, cuya función era educar a la élite indígena —dijo el profesor Gamio.

—Yo creía que los españoles habían marginado a los mexicas —comentó Lincoln.

—No podemos afirmar que los trataran muy bien, pero sí hubo un intento de adaptación, sobre todo con las capas más altas: también se produjo la mezcla racial entre esas élites —contestó el profesor.

—¿Y cuándo escribió el códice? —preguntó Hércules.

—Bernardino se centró en la enseñanza del latín, pero al mismo tiempo aprendió el nahua e investigó la cultura mexica, intentando recopilar sus historias y creencias. Aprovechando los conocimientos de algunos de sus discípulos escribió varios libros, el único que se imprimió fue uno acerca del libro de cantares y salmos para los indígenas, pero sus obras más importantes son: Incipiunt Epístola et Evangelia; Evangelario en lengua Mexicana, el Sermonario de dominicas y de santos en lengua mexicana y unas Postillas sobre las epístolas y evangelios de los domingos de todo el año —dijo el profesor.

—Parecen libros dedicados a la comprensión de los mexicas de la fe cristiana —dijo Alicia.

——También escribió diccionarios y algún tratado de teología, pero sus obras más importantes son: Historia general de las cosas de Nueva España y el Códice de Azcatitlán —dijo el profesor—. Aunque la mayoría de los manuscritos fueron escondidos por la Inquisición por orden de Felipe II. El rey creía que si los mexicas leían su historia y conocían sus costumbres se rebelarían contra los españoles.

Alma Reed se inclinó hacia delante y preguntó al profesor:

—¿El Códice de Azcatitlán? —Sí, después de escribir su Historia general, en la que narra la historia de los mexicas y la conquista española, Bernardino se interesó por la leyenda de Aztlán, le recordaba a la historia del pueblo de Israel, un pueblo que emigra en busca de la tierra prometida, pero a diferencia de los hebreos, que abominaron de Egipto y de la tierra de Abraham en Ur, los mexicas siempre quisieron regresar a Aztlán —comentó el profesor Gamio.

—Entonces, ¿Bernardino escribió el códice? —preguntó Hércules.

—Todo parece indicar que no, que realmente lo escribió uno de sus discípulos, pero en aquella época los profesores firmaban las obras de muchos de sus alumnos, era una forma de avalarla con su aprobación —dijo el profesor Gamio.

—Pero ¿de qué trata el códice? —preguntó Alicia.

—El códice narra la historia de los mexicas, centrándose especialmente en la salida de Aztlán, su viaje hasta el Valle de México y la formación de su Imperio. Curiosamente, el libro está repleto de grabados, dibujos y todo tipo de representaciones, pero hay un momento que la narración se interrumpe, como si faltaran unas hojas —dijo el profesor.

—¿Unas hojas? —preguntó Hércules extrañado.

—El códice fue descubierto en la Biblioteca Nacional de Madrid después de permanecer perdido más de doscientos años. Su descubridor, Marcelino Sanz de Sautuola, fue el descubridor de las cuevas de Altamira en España —dijo el profesor Gamio.

—Qué interesante —dijo Alicia.

—¿Puede traducirnos esto? —preguntó Hércules, mientras le enseñaba las letras que había encontrado Sherlock Holmes en Inglaterra. El profesor se puso las gafas y tras echar un vistazo al papel dijo:

—¿Dónde han encontrado esto?

—Al parecer lo tenía uno de los ladrones —contestó Hércules.

—No soy un experto en nahua —dijo el profesor después leyó la frase en alto:

«Auh inicompa cenca huecahuaque inicompa catea onoca Chichimeca Azteca in Aztlan ontzon xihuitl ipan matlacpohual xihuitl ipan matlactli onnahui xihuitl iniuh neztica intlapohual huehuetque, inic nican yehual nenemi».

—¿Qué significa, profesor? —preguntó Lincoln impaciente.

El profesor comenzó a traducir despacio el texto:

—«Por allá permanecieron entonces mucho tiempo, cuando se hallaban radicados, esparcidos allá en Aztlán los chichimecas, los aztecas; durante mil y catorce años, según resulta del cómputo anual de los ancianos; y entonces se vinieron a pie para acá». Es un fragmento antiguo de los hombres jaguar en el que habla de la salida de Aztlán. El principio de las profecías de Aztlán, es la única parte que se ha conservado, el resto se perdió hace tiempo —dijo el profesor.

—Entonces, el códice robado simplemente habla de Aztlán, pero no da pistas de cómo llegar. Tampoco nos dice mucho esta frase —dijo Hércules desanimado.

—Sí, pero en la colección se incluyen una serie de profecías que anunció Tlacaélel —dijo el profesor Gamio.

—En Londres hablamos de este tema —dijo Lincoln—. El investigador Sherlock Holmes nos habló de esta especie de profeta.

—Tlacaélel fue más que un profeta, fue el refundador de la religión azteca. Convirtió a los aztecas en uno de los pueblos más crueles de su tiempo. Al parecer, Tlacaélel era el heredero al trono. Pero fue desposeído de ese honor y buscó venganza durante mucho tiempo, pero también hemos de reconocer que fue el que levantó al pueblo azteca contra sus opresores y se negó a que pagaran tributo. Tras conseguir la victoria de su pueblo, fue nombrado cihuacoatl, un título parecido al de primer ministro. En su nuevo puesto comenzó una gran reforma religiosa —dijo el profesor.

—Instituyó los sacrificios humanos —apostilló Lincoln, recordando la charla con los investigadores en Londres.

—Eso simplemente fue una parte. Toda su teología se basaba en el fin del mundo, una visión apocalíptica de la cultura, con la diferencia que el apocalipsis azteca se podía retrasar. Por ello, lo primero que hizo fue quemar los viejos códices de los mexicas, también destruyó los de otras culturas y reconstruyó la historia de su pueblo —dijo el profesor Gamio.

Alma Reed le miró sorprendida.

—Veo que la manipulación del pueblo y su historia no es nada nuevo.

—Por desgracia no, querida Alma —dijo el profesor.

—¿Qué son las profecías de Aztlán? —preguntó Hércules.

—Tlacaélel escribió varias profecías, algunas son muy conocidas, pero otras no lo son tanto. Al parecer este visionario predijo la llegada de los españoles en 1520, al hablar de que Quetzalcóatl o Serpiente emplumada retornaría a la tierra, también predijo el inicio de una gran guerra y otras desgracias que azotarían a la humanidad, y que todo esto acontecería antes del final del quinto sol —dijo el profesor Gamio.

—Dicen que ese profeta instituyó los sacrificios humanos —dijo Alma Reed.

—Miles de personas eran sacrificadas cada año de la manera más cruel, sus propios verdugos se automutilaban para aumentar la cantidad de sangre, después era normal comerse a las víctimas —dijo el profesor.

—Pero ¿cuál es esa profecía? ——preguntó Hércules.

—La profecía anuncia algo terrible —dijo el profesor mientras la luz de la velas convertía sus ojos en dos llamas ardientes—, quizás sea mejor que ni la pronunciemos.