Corpus Christi, Texas, 21 de mayo 1915
El barco atracó en el puerto. Después de una semana a bordo, Diego Rivera sentía la necesidad de pisar tierra firme. No podía negar que la compañía del general era agradable; el anciano sentía interés por casi todos los temas y tenía nociones de pintura, pero deseaba llegar a México y pasar página.
Diego cogió su equipaje, bajó por la pasarela y buscó un taxi para que le llevara a la estación de autobuses, de allí iría a Monterrey e intentaría ponerse en contacto con su amigo Alfonso Reyes Ochoa, que era el que le había metido en todo este lío, le daría la copia del mapa y se marcharía a Yucatán. Necesitaba un periodo de descanso, llevaba semanas sin pintar y necesitaba volver a tomar los pinceles.
El general Huerta lo llamó desde la cubierta y bajó rápidamente del barco.
—¿Se marchaba sin despedirse?
—Disculpe general, pero estaba deseando pisar tierra firme. Tomo el primer autobús que salga para México.
—Pensé que a lo mejor se animaría a acompañarme a San Antonio.
—Imposible, pero gracias por la invitación —dijo Diego saliendo del paso.
—Lástima, quería presentarle a unos buenos amigos norteamericanos apasionados por el arte mexicano, tendrá que ser en otra ocasión.
Diego le miró por unos momentos, aquel viejo sabía cómo dominar la situación, pero esta vez su deseo de deshacerse del general al era mayor que su ambición, aunque por otro lado era preferible dirigirse a El Paso y desde allí viajar a Chihuahua.
—De acuerdo, le acompañaré hasta San Antonio y allí nos separaremos.
—Me alegra mucho que sigamos juntos esta parte del camino. Está claro que el destino ha unido nuestros pasos —dijo el general Huerta sonriente.