En algún lugar al norte de México D. F., 21 de mayo de 1915
Todos descansaban, pero Hércules permanecía despierto con la mirada perdida en el horizonte. No terminaba de acostumbrarse al hermoso espectáculo del mundo a sus pies. El valle de México era una fértil llanura que se extendía a lo largo de cientos de kilómetros. Las montañas comenzaban a despuntar a lo lejos, pero el lienzo de verdes, rojos y marrones parecía no tener fin. Los lagos rompían la monotonía de la paleta hasta convertir el horizonte en un espejo que pasaba del color plata al azul intenso.
—Es lo más bello que he contemplado nunca —dijo la voz de Alma a su espalda.
—El hombre puede volar. ¿No le parece increíble? —preguntó Hércules sin dejar de mirar el horizonte.
—Somos capaces de hacer lo que nos propongamos, lo bueno y lo malo. Cuánto poder en seres tan débiles.
—El único misterio que se nos resiste es la muerte —dijo Hércules.
—Pues en México saben mucho al respecto. No he dejado de ver muertos desde que llegué. Al principio estuve en Veracruz, allí las cosas parecen más tranquilas, pero cuanto más al norte, más muerte y desolación —dijo Alma.
—¿Por qué ha venido aquí?
—Soy periodista. Tengo que informar de lo que sucede por el mundo —dijo Alma sonriente.
—¿Realmente le interesa a alguien lo que sucede aquí? Hombres que mueren por ideales, por un pedazo de tierra, demasiado cansados para seguir adelante —dijo Hércules mirando con sus grandes ojos negros a la mujer.
—El mundo es cada vez más pequeño. Lo que sucede aquí afecta a mis compatriotas. Hay gente al otro lado de la frontera que teme una invasión mexicana, el petróleo cada vez tiene más importancia…
—He viajado mucho en estos últimos años, créame, y el hombre es igual en todas partes: ambicioso, cruel, generoso e imprevisible.
—He escuchado de sus hazañas. Al parecer su amigo Lincoln, además de ser su fiel compañero, escribe sus aventuras.
—Excentricidades de un norteamericano. No sé a quién le puede interesar nuestra vida. Somos como motas de polvo en la Historia.
Alma Reed se aproximó al cristal y tuvo la sensación de flotar sobre las nubes. Después se dio la vuelta y miró la cara de Hércules.
—¿Por qué dejó España?
—¿España? Llevo más de un año fuera de allí, pero he pasado la mayor parte de mi vida en Cuba y otros países; era marinero.
—¿Marinero? Que vida tan apasionante —dijo Alma emocionada.
—El mar es más rutinario de lo que puede parecer a simple vista. ¿De dónde es usted?
—De San Francisco.
—¿De San Francisco? Dicen que es una ciudad interesante.
—Hasta que se descubrió el oro era un pequeño pueblo de pescadores.
—Conocí a otra mujer periodista hace mucho tiempo, Helen Hamilton.
—No puede ser. ¿Usted conoció a Helen Hamilton? Cuando estudié en la universidad nos hablaban de ella, la mujer periodista que estuvo de corresponsal en una guerra. ¿Cómo era?
—Además de ser la mujer más guapa que he conocido, era inteligente, decidida, pero al mismo tiempo algo tímida y sensible. No lo tenía fácil en un mundo de hombres. —Sigue sin ser fácil —dijo Alma algo seria.
—Pues creo que usted se desenvuelve perfectamente entre los revolucionarios.
Alma se rió a carcajadas. Hércules la miró sorprendido. No esperaba ese tipo de reacción en ella, siempre tan seria y profesional.
—Perdone, pero no puede ni imaginar el miedo que pasé al principio.
En ese momento entró el capitán Samuel y tomó los mandos de la nave.
—Descanse un poco, Hércules. Si seguimos con el viento a favor, podremos alcanzar los cuarenta kilómetros por hora y en doce horas estaremos muy cerca de Durango.
Hércules se despidió y se dirigió hasta su camarote. En un par de butacones descansaban acurrucados Alicia y Lincoln. El español sonrió mientras caminaba por el pasillo. Había cosas que no cambiaban nunca, pensó mientras entraba en su camarote.