México D. F., 20 de mayo de 1915
La música del vals apenas amortiguó el sonido de la bala que atravesó la sala e impactó en el pecho de uno de los invitados. Dos guardaespaldas sacaron del salón a toda prisa al presidente. El disparo había salido del lado donde Hércules y sus amigos estaban, pero cuando se dieron la vuelta no vieron a nadie.
El capitán Ayala se dirigió hacia ellos con un revolver en la mano, escoltado por dos soldados. Hércules se dio cuenta enseguida de lo que había sucedido.
—Lincoln, por la terraza —dijo el español señalando la balconada.
Alicia se movió torpemente con el inmenso traje, pero los cuatro llegaron al balcón y se lanzaron al jardín. Afortunadamente los soldados del jardín habían entrado en la sala al escuchar los disparos.
—Tenemos que encontrar una salida —dijo Hércules al observar la tapia.
Los soldados empezaron a disparar desde el balcón y ellos corrieron hasta una de las partes más frondosas. Allí, en medio de los árboles, había una pequeña puerta disimulada entre las flores. Lincoln sacó su pistola y disparó dos veces antes de que la cerradura estallara.
—Rápido —dijo Hércules.
Los soldados se acercaron hasta ellos y las balas comenzaron a silbar sobre sus cabezas. Lincoln respondió al fuego con su pistola mientras el resto escapaba por la purria, después la cerró. Los cuatro corrieron por la gran explanada empedrada. A pesar de ser de noche, una multitud seguía recorriendo los puestos ambulantes, comiendo alegremente en mitad de la luminosa noche mexicana.
Se encaminaron hasta el dirigible. Enfrente de la cabina, dos soldados mataban las horas fumando un cigarrillo. A Hércules y sus amigos no les costó mucho desarmarles. Corrieron hasta el interior. El capitán Samuel estaba medio dormido en una de las grandes butacas de la sala principal.
—¡Deprisa, tenemos que partir de inmediato! —gritó Hércules.
Samuel corrió a la cabina y encendió los motores. Su rugido de los motores asustó a la multitud. El dirigible inició el ascenso mientras las balas comenzaban a silbar por todos lados. Lincoln se encaramó a la escalinata y respondió al fuego. Cuando el dirigible voló por encima de las farolas comenzó a volverse invisible, pero los fusiles de los soldados no dejaban de lanzar sus dardos de fuego. Una vez que dejaron de estar a tiro, Lincoln cerró la puerta y se dirigió a la cabina.
—Espero que no nos hayan alcanzado —dijo a Lincoln al entrar.
—Es imposible, notaríamos la descompresión —comentó el capitán, después se dirigió hacia Hércules sin soltar el timón—. ¿Puede saberse qué ha sucedido?
—Alguien disparó al presidente y los soldados debieron de creer que habíamos sido nosotros, porque comenzaron a dispararnos sin mediar palabra —dijo Alicia.
—No puede ser —dijo sorprendido el capitán.
—Desde el principio fuimos sus prisioneros —comentó Alma Reed.
—¿Adónde nos dirigimos? —preguntó el capitán.
—El presidente nos dijo que Manuel Gamio está en una prospección arqueológica cerca de Durango —dijo Hércules.
—Tenemos poco combustible, no pude cargar los depósitos —comentó el capitán.
Todos se reunieron en el gran salón. Alma Reed miró a los tres amigos y no pudo evitar ser directa.
—Sé que no es asunto mío, pero una periodista es siempre una periodista. ¿Por qué tienen tanto interés en ver al profesor Manuel Gamio?
Hércules miró a sus compañeros. Alma parecía una mujer de fiar, pero no dejaba de ser una periodista. Alicia se aproximó a la norteamericana y le dijo:
—Hubo un robo en la Roy al Academy of Arts, un códice del monje Bernardino de Sahagún. Al parecer los ladrones eran mexicanos, el gobierno británico nos encargó encontrar el códice y devolverlo a Inglaterra —explicó Alicia.
—Lo leí en un periódico de hace unas semanas —dijo Alma.
—El caso es que el robo pudo ser perpetrado por un grupo llamado «los hombres jaguar» —dijo Lincoln. —¿«Los hombres jaguar»? —preguntó la periodista.
—¿Ha oído hablar de ellos? —preguntó Hércules arqueando la ceja.
—Creo que eran una especie de cuerpo de élite en el ejército azteca —comentó la periodista.
—Encontraron a algunos de los ladrones asesinados, se les había extraído el corazón vivos, lo mismo que a algunos marineros del Lusitania antes de que el barco partiera de Nueva York —dijo Lincoln.
—¡Qué extraño! —dijo la periodista.
—No deja de ser una mera coincidencia —dijo Hércules.
Lincoln miró serio a su amigo. Los indicios eran vagos, pero no parecían tener una explicación razonable.
—¿Cuántas personas conoce a las que les dé por arrancar el corazón de la gente viva? Además, apenas hay unas semanas de diferencia entre ambos casos, por no añadir la muerte del famoso empresario de minas… ¿cómo se llamaba? —dijo Lincoln girándose hacia Alicia.
—Su nombre era William Broderick Cloete —dijo la mujer.
—Era muy conocido en México, su postura fue ambigua con respecto a la revolución, aunque en la actualidad apoyaba la causa de Carranza. He escuchado rumores de que en el barco había armas no declaradas —comentó Alma Reed.
—¿Armas? Era un barco civil, que trasportaba a pasajeros —dijo Lincoln.
—Seguramente el gobierno norteamericano pensó que era la mejor forma de proteger el cargamento —dijo Alma.
—¿Poniendo en peligro la vida de civiles? Imposible —respondió Lincoln.
—Usted cree que todo el mundo es bueno —dijo Hércules—, pero me temo que la realidad es muy distinta.
Lincoln refunfuñó y todos se quedaron en silencio.
—Se ha abierto una investigación y quiere acusarse al capitán Turner de negligencia. El Almirantazgo y el gobierno norteamericano niegan que hubiera armas en el barco. Lo que parece claro es que alguien retiró la escolta del barco poniéndolo en serio peligro —dijo la periodista.
—¿Dónde está la conexión con los mexicanos muertos en Nueva York? —le preguntó Hércules a Lincoln.
—Cabe la posibilidad de que los mexicanos supieran todo, como el asunto del cargamento de armas y municiones —dijo Lincoln molesto.
—Después, sus compañeros robaron un códice en Londres. Todo tiene mucho sentido —dijo irónicamente Hércules.
—El caso es que se está investigando a Winston Churchill y su posible responsabilidad en todo el asunto —dijo Alma Reed.
—Será mejor que nos centremos en recuperar el códice —dijo Alicia.
—Estoy de acuerdo —dijo Hércules estirándose en el respaldo.
El dirigible viró bruscamente y todos se movieron hacia un lado. Hércules y Lincoln corrieron hasta la cabina.
—¿Qué sucede? —preguntó Hércules.
—Hay que aterrizar. No es recomendable navegar por la noche. Podemos chocarnos con una montaña. Ya estamos muy lejos de la ciudad de México, y aunque estuvieran cabalgando toda la noche no nos alcanzarían —dijo el capitán Samuel.
—Será mejor que descansemos, los próximos días no van a ser fáciles —comentó Hércules al resto de sus compañeros. Después tomó un rifle y dijo—: Yo haré la primera guardia de la noche.