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Aztlán, 14 de julio de 1520

La bruma se abrió de repente y algo parecido a un formidable río apareció delante de sus ojos. La fiebre apenas le daba tregua. Durante un par de días le habían transportado en una litera improvisada, pero al menos hoy se sentía con fuerzas para caminar por sí mismo.

El hombre jaguar señaló al horizonte, pero el español únicamente vio una fabulosa catarata y un gran lago.

—¿Qué señalas? —preguntó enfadado.

—Aztlán —dijo el hombre jaguar con su acento áspero.

—No veo ninguna isla, ni siquiera el mar.

—Aztlán —dijo de nuevo el indio señalando el horizonte.

Las lagunas había devorado a varios de los españoles y media docena de indios, pero el capitán no había perdido la esperanza, temía más a Cortés que a la muerte.

Caminaron un hora más antes de llegar frente a la colosal catarata. El sonido del agua era ensordecedor, pequeñas gotas les salpicaban el rostro como en una lluvia interminable. El capitán miró temeroso la cortina de agua, después se dirigió al hombre jaguar.

—¿Dónde está esa maldita isla?

—Aztlán —repitió el indígena señalando la inmensa cascada.

El español rezó una breve oración entre dientes cuando las débiles barcazas se acercaron a la catarata. El agua tronaba hasta casi reventarles los tímpanos y la corriente les llevaba a pesar de remar con todas sus fuerzas. Cuando llegaron a la base misma de la gran catarata, las barcas comenzaron a inundarse. Dos de ellas se volcaron y los cuerpos de varios indios flotaron en el agua hasta que la corriente se los tragó. El capitán remó con todas sus fuerzas mientras su cuerpo, calado hasta los huesos, comenzaba a flaquear. De repente atravesaron la muralla de agua y un sol brillante le cegó los ojos. Cuando pudo ver de nuevo observó una gran isla en mitad de un gigantesco cráter.

—Aztlán —dijo el hombre jaguar señalando la frondosa isla.