Apan, 8 de julio de 1520
—Valeroso Gutiérrez, me gustaría ir yo mismo a descubrir la tierra de Aztlán, pero Dios me ha encomendado la labor de conquistar este fabuloso imperio —dijo Hernán Cortés a su capitán.
Los españoles parecían fieras feroces con sus barbas espesas y sus ojos ojerosos y fríos. Desde su llegada al continente, los días claros no habían sino apagado su mirada hasta convertirla en tinieblas. Demasiada sangre cubría sus manos peludas y sus uniformes desgastados.
—¿Nos podemos fiar de ese hombre jaguar? —preguntó el capitán, mirando de reojo al azteca.
—Querido Gutiérrez, en esta vida solamente podemos fiarnos de la bendita Virgen —contestó Cortés con la media sonrisa que tanto atemorizaba a sus hombres.
—Señor, preferiría que enviarais a otro, yo quiero permanecer con vos en la batalla.
—Tu viaje nos dará la victoria, tenlo por seguro. Por eso solo dispones de siete días para encontrar la fabulosa isla y regresar.
—¿Siete días? Es imposible.
—Lo único imposible es no obedecer una orden de tu comandante —dijo Cortés molesto—. Os he prometido oro, riquezas y títulos, pero a cambio exijo obediencia. ¿Es mucho pedir, capitán?
—No, pero me resisto a separarme de vos —dijo el capitán, temeroso.
—Yo tengo ojos en todas partes —dijo amenazante Cortés.
El capitán miró a la docena de españoles que le acompañarían en su viaje, al centenar de indios y al hombre jaguar. Sintió un escalofrío en la espalda, sabía que se enfrentaba a fuerzas ocultas. Había escuchado muchas leyendas sobre aquel maldito lugar de Aztlán y lo último que deseaba era ir en su búsqueda.