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México D. F., 19 de mayo de 1915

—La jugada es maestra —dijo uno de los hombres.

—¡Colosal! —exclamó el otro emocionado. —Mientras Carranza y Villa se aplastan, nuestra marioneta, el general Huerta, tomará el poder en México. Cuando hayamos pacificado el país, ya no lo necesitaremos y nos enfrentaremos a nuestros enemigos, los Estados Unidos. Tenemos que recuperar lo que es nuestro —dijo el hombre.

—Los alemanes nos pedirán la concesión de las prospecciones petrolíferas —dijo el otro hombre.

—No quiero injerencias extranjeras en México, llevamos demasiados años dependiendo de los extranjeros. Nacionalizaremos el petróleo.

Los dos hombres se ajustaron el esmoquin. Aquella fiesta era la demostración de su poder, pero el presidente Carranza estaba convirtiéndose en un estorbo. El poder de los hombres jaguar era grande, pero todavía no lo suficiente. Debían actuar con precaución.

—El general Buendía me ha propuesto un plan perfecto para deshacernos de los extranjeros. Lo llevará a cabo esta misma noche —dijo el hombre.

—Estoy impaciente —comentó su compañero.

Los dos salieron al gran salón. Estaba repleto de gente. La alta sociedad de la ciudad se había reunido en el palacio. En los últimos años, la guerra y el terror habían impedido aquel tipo de celebraciones. Los revolucionarios no defendían el México ancestral en el que los hombres nacían y morían en el puesto que los dioses les habían designado, defendían los derechos de los campesinos, pero en el verdadero orden, cada uno ocupaba un lugar. La revolución era una peste que había que exterminar antes de que terminara de matar el tejido social de México.