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México D. F., 20 de mayo de 1915

La ciudad era un hervidero de gente aquella mañana. La plaza mayor estaba a rebosar. Algunos con sus puestos de fruta o vendiendo toda clase de cacharros, otros entrando en la gran catedral o mendigando por las esquinas de la ciudad. La plaza era una pequeña muestra del país. Indígenas, criollos y extranjeros se juntaban por las calles, pero sin mezclarse, ignorándose unos a otros.

Cuando el dirigible comenzó su maniobra de aproximación, nadie se percató de que en el cielo de la ciudad una gran figura blanca se acercaba lentamente, pero cuando la mancha se convirtió en un gigantesco globo, todo el mundo se paralizó, comenzó a hacer corrillos y señalar al cielo.

El dirigible comenzó a descender lentamente, la gente se apartó hasta que la gran cabina descansó sobre la plaza empedrada. Nadie se atrevió a acercarse al aparato, ni siquiera la autoridad pertinente. Esperaron alrededor, sin casi respirar, hasta que los viajeros comenzaron a descender del aparato. Entonces, de manera espontánea, todos comenzaron a aplaudir.

Hércules y sus amigos intentaron ignorar a la gente, pero al final Alma Reed les dijo que era mejor que saludaran al público.

—Queridos ciudadanos de México —empezó Hércules—, es para nosotros un honor visitar la ciudad que fue el centro de América y es hoy capital de la gran República Federal de México. Deseamos muchos años de prosperidad para esta bendita tierra. ¡Viva México!

La multitud comenzó a aplaudir hasta que un grupo de soldados llegó al lugar y comenzó a dispersar a la gente.

—Soy el capitán Ayala, bienvenidos a México. Varios de mis hombres escoltarán el aparato, ustedes deben acompañarme para un interrogatorio.

Hércules se dio la vuelta y se dirigió al capitán.

—Quédese en su nave, si necesitamos algo de usted nos pondremos en contacto. Muchas gracias por todo.

El capitán Samuel asintió con la cabeza. El grupo se alejó escoltado hasta el Palacio Nacional. Una vez en el edificio, un coronel comenzó a interrogarles.

—¿Cuáles son sus intenciones? ¿Para qué han venido a México?

—Estamos de paso —dijo Hércules intentando no entrar en detalles—. Admiramos la cultura mexicana y queríamos ver algunos de sus monumentos.

—Entiendo. Mis hombre registrarán el aparto. Si encontramos armas o cualquier otro tipo de mercancía ilegal tendrán que responder ante la justicia mexicana —dijo el coronel.

—Necesitamos que se hagan cargo de un herido, un polizón que intentó estrellar el aparato —dijo Hércules.

—No se preocupen.

—No transportamos nada, hemos venido para conocer México —dijo Alicia enfadada.

—Señorita, estamos en guerra, no podemos abrir nuestras puertas a cualquiera sin controlar su procedencia.

—Ha comprobado nuestros papeles y todo está en regla —dijo Lincoln.

—Sí, pero quiero que sepan que durante su estancia en el país tendrán una escolta de protección. El capitán Ayala los escoltará, cualquier cosa que necesiten pídansela a él.

—Entendido —dijo Hércules.

Se levantaron y saludaron al coronel, pero justo en el momento en el que se disponían a salir, un hombre vestido de militar, con una larga barba gris y unos largos bigotes, se paró enfrente de ellos. El coronel se puso firme y el hombre le hizo un gesto para que descansara.

—¿Son ustedes los que han venido en el dirigible?

—Sí —contestó Hércules.

Alma Reed dio un paso al frente y saludó al hombre.

—Presidente Carranza, reciba un saludo de…

EL hombre frunció el ceño. Reconoció al instante a la periodista y se dirigió a ella alzando la voz.

—¿Cómo se atreve a venir a Ciudad de México? Sus crónicas incendiarias ponen en nuestra contra al pueblo norteamericano.

—Simplemente narro lo que veo —se defendió Alma.

—¿Lo que ve? No sabe nada de México y sus verdaderos problemas —dijo el presidente Carranza, que comenzaba a ponerse rojo.

—Por eso estoy aquí, para que me dé su versión de los hechos.

El presidente dio la espalda a la mujer y se dirigió al resto del grupo.

—Están ustedes invitados a una cena de gala que tendremos esta noche. Estoy seguro que la buena gente de la ciudad querrá conocerles.

Después se dirigió a la periodista y le dijo:

—Usted también puede venir, pero espero que sea imparcial, de lo contrario la pondremos de patitas en la frontera. ¿Entendido?

Alma no se inmutó, se limito a quedarse en silencio.

—Será un honor, aunque tendremos que buscar ropa adecuada —dijo Hércules agarrando su chaqueta.

—El capitán les llevará a mi sastre particular. Pídanle cualquier cosa que necesiten. Bienvenidos a México.

El presidente desapareció por la puerta y el grupo abandonó la sala. Se dirigieron a la gran plaza.

—¿Dónde quieren alojarse? —preguntó el capitán Ayala.

—Creo que seguiremos en el dirigible de momento —dijo Hércules.

—Les llevaré al sastre y después pueden comer algo.

—Me parece estupendo —dijo Hércules.

Los cuatro acompañaron al capitán y dos soldados por las calles del centro de México. Tenían poco tiempo, pero querían disfrutar de su estancia en la ciudad al máximo.

Muy de cerca les seguían otros tres hombres; uno de ellos era el general Buendía. Sabría esperar el momento para cumplir su misión, los hombres jaguar habían perseguido y cazado a sus presas durante siglos; solo tenía que buscar el momento oportuno.