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Morelos, 19 de mayo de 1915

Las fuerzas de Emiliano Zapata habían ocupado Puebla un año antes, pero ante el acoso del general Álvaro Obregón se habían instalado en Morelos, una ciudad al sur de Puebla; era un verdadero experimento revolucionario. La región estaba gobernada por los campesinos, con la ayuda de los intelectuales. El presidente Carranza les había dejado en paz de momento, más interesado en terminar con las peligrosas tropas de Villa, que cada día se hacían más fuertes. Zapata le había pedido ayuda a Villa para asaltar la capital federal, pero Villa no creía que con sus fuerzas pudieran hacerse con el control del país.

Alma Reed miró al cielo y le pareció ver una pequeña mota de polvo que iba creciendo. Buscó en su macuto unos prismáticos y observó el cielo. Un dirigible avanzaba hacia la ciudad. Intentó calcular su posición, sin duda aquélla era una de las exclusivas del mes. Ya lo podía ver en los titulares: «Los revolucionarios toman el vuelo».

—¿Qué sucede, Alma? —preguntó su ayudante el fotógrafo.

—Vamos, Henry. Vas a hacer la foto más importante de tu carrera —dijo la reportera, corriendo hacia las afueras de la ciudad.

Cuando llegaron a un campo de maíz esperaron a que el aparato tomara tierra. De él bajaron un hombre negro, un grupo de revolucionarios y un rubicundo y herido gringo. El último de todos fue un hombre de porte aristocrático, con el pelo largo y gris, un sombrero de ala blanco y un traje también blanco con un lazo. Alma Reed se acercó al extraño grupo y se dirigió directamente al hombre del pelo gris.

—¿Quiénes son? ¿Han venido a apoyar la causa revolucionaria?

El hombre la miró sorprendido, como si la conociera de algo.

—No, venimos a ver a Emiliano Zapata, mi nombre es Hércules Guzmán Fox.

—Encantada —dijo la mujer extendiéndole la mano.

—Yo soy George Lincoln —se presentó su amigo.

En ese momento Alicia bajó del dirigible para sorpresa de todos.

—No os olvidéis de mí. Mi nombre es Alicia Mantorella.

—¿De dónde han sacado ese aparato?

—El capitán Samuel Schwarz es su inventor y dueño —dijo Hércules, presentando al alemán.

—Dios mío, ¿quién le hizo eso?

El responsable agachó temeroso la cabeza.

—Esto lo vais a pagar. Se lo diré a Emiliano Zapata, sabéis que él ha dado orden de que se trate bien a todos los extranjeros que encontréis en la región —dijo furiosa Alma Reed, dándose la vuelta.

—Creíamos que eran espías —se explicó el jefe.

—¿Espías? Fuera de mi vista.

Los tres hombres desaparecieron. La periodista les sonrió y comenzó a presentarse.

—Soy Alma María Sullivan, aunque todos me conocen por Alma Reed, corresponsal del New York Times. Éste es mi ayudante y cámara Henry Perry.

—He oído hablar de usted. Leía su columna cuando estábamos en Londres, y debo decirle que es demasiado optimista con respecto a estos salvajes —dijo Lincoln en inglés.

—Se nota que es compatriota mío. Creemos que podemos venir aquí e imponer nuestra forma de vivir, de pensar y hacerles ver a los mexicanos que somos superiores a ellos, pero cuando toman la decisión de autogobernarse, de mejorar como nación, entonces nos molestan. Aunque por otro lado les damos las armas para que se maten y les robamos su petróleo —dijo Alma muy alterada.

—Disculpe a mi amigo, es norteamericano hasta la médula, pero que yo sepa es libre de opinar lo que quiera —dijo Hércules, cortando a la mujer.

—Perdonen, creo que no hemos empezado con buen pie. Déjenme que les lleve hasta Emiliano, seguro que estará interesado en conocerles.

El grupo se dirigió hasta el centro de la ciudad y entró en el antiguo casino. Allí los revolucionarios aparecían dispersos por todas partes, sin ningún tipo de orden. Llegaron a una inmensa sala y en una mesa enorme un hombre delgado de grandes bigotes negros despachaba con un par de secretarios.

—¡Alma, qué gusto verte! ¿Quiénes son tus amigos?

—Hércules Guzmán Fox, George Lincoln, Alicia Mantorella y Samuel Schwarz.

—¿Cuál es ese aparato del que todo el mundo habla? —preguntó Zapata.

—Un dirigible —dijo Alma.

—Un globo de ésos —dijo Zapata quitándole importancia.

—¿Adónde se dirigen?

—Si le digo la verdad estamos buscando unos objetos robados en Londres, queríamos llegar a México D. F. para hablar con Manuel Gamio —dijo Hércules.

—¿Manuel Gamio?

—Es un arqueólogo —comentó Alma.

—¿Cómo puede ser que conozcas a todo el mundo? —preguntó Zapata.

—Ya sabes que estuve en las ruinas mayas en el Yucatán, allí conocí a Gamio.

—Piedras. ¿A quién le importan? Nosotros estamos construyendo un nuevo México.

—Uno de sus hombres mató a uno de los miembros de la tripulación —dijo Alicia.

—¿Qué?

—Sí, le pegó un tiro sin más.

Emiliano Zapata se puso rojo y mandó llamar a los cuatro soldados. Un minuto más tarde, sus hombres formaban en fila.

—¿Cuál de ellos fue? —preguntó Zapata con el ceño fruncido.

Alicia señaló a uno de los hombres. Zapata sacó su pistola y le pegó un tiro en la cabeza. Los otros tres tomaron el cadáver y salieron con el cuerpo dejando un reguero de sangre.

—Dios mío, es horrible —dijo Alicia.

—No es horrible, es justicia, ojo por ojo —dijo Zapata.

—Pero sin juicio —dijo Alicia.

—Yo soy el tribunal y el juez, mis hombres saben lo que se juegan si no cumplen mis órdenes —dijo Zapata molesto—. ¿Qué más quieren?

—Marcharnos y seguir nuestro camino —dijo Hércules.

—Les daré provisiones, un guía y un salvoconducto por si entran en la zona dominada por Pancho Villa.

Uno de los secretarios le pasó un papel, Zapata lo firmó y se lo entregó a Hércules.

—Emiliano, me voy con los extranjeros. Mi periódico me ha pedido que entreviste a un par de personas en México y además quiero volar en ese cacharro.

—Bueno, Alma, ya sabes que eres libre de ir a donde quieras.

El grupo salió del despacho y caminó por el pueblo. Todo estaba ordenado y limpio, los campesinos no se parecían a los pobres miserables de otras partes de México, tal vez era necesaria tanta violencia para cambiar las cosas, pensó Hércules mientras dejaban las casas y subían al dirigible.

—Espero que no juzguen precipitadamente a Emiliano, las cosas no son fáciles aquí y tiene que mantener la disciplina a toda costa —dijo Alma.

—Lo que ha hecho es injustificable —dijo Lincoln.

—Tal vez en nuestro país sí, pero sabe perfectamente que la justicia en Estados Unidos no es igual para los ricos y para los pobres. Todavía tenemos que cambiar algunas cosas antes de erigirnos en jueces de los demás —dijo Alma.

—Parece que los defiende —dijo Lincoln.

—No, pero cuando has estado a su lado en la batalla y les has visto repartir comida a campesinos hambrientos o devolver las tierras robadas a las comunidades indígenas, te preguntas si no merece la pena un poco de barbarie.

El dirigible se puso en marcha. El cielo estaba gris y las grandes nubes negras anunciaban una lluvia nueva que rompería los terrones secos de una tierra muerta.