Chihuahua, 19 de mayo de 1915
El dolor de cabeza era tan intenso que apenas podía soportar la intensa luz del día. Se tapó los ojos con la mano e intentó observar la habitación. No era tan mágica como la había imaginado la noche anterior. Olía a sudor y alcohol, las sábanas estaba renegridas y una gallina paseaba a sus anchas por el suelo de baldosas de barro. Miró su pecho blanco y desnudo. Tenía arañazos y moratones por todo el cuerpo, pero a pesar de la resaca, aquel lugar apestoso y las ganas de vomitar, sentía algo parecido a la euforia.
Se levantó desnudo de la cama, comenzó a recoger la ropa dispersa por el suelo y miró al patio. Varios revolucionarios estaban tumbados totalmente ebrios en el suelo. El sol pegaba con fuerza, era uno de los encantos y las torturas de México. Se vistió y comprobó su cartera, pero no parecía que faltara nada.
Salió de la habitación y se dirigió a uno de los salones, pidió a una de las mujeres que le diera un poco de café y después de la segunda taza comenzó a despejarse.
—Señor Félix Sommerfeld, veo que anoche disfrutó de la hospitalidad mexicana —dijo una voz que le retumbó en los oídos.
El alemán se volvió lentamente, como si le costara girar el cuello. Era uno de los tenientes de Pancho Villa, un joven con aspecto europeo que servía de traductor al revolucionario.
—No estoy acostumbrado al tequila —dijo el alemán.
—Ya se acostumbrará.
—No estoy seguro de que pueda hacerlo algún día.
El otro se rió. No era el primer gringo que veía con aquel aspecto después de una fiesta mexicana.
—Ayer le vi muy bien acompañado —bromeó el mexicano.
—¿Sí?
—Creo que estaba con Sara. Muchos creen que es una bruja y por el hechizo que le lanzó anoche, estoy empezando a pensar que es verdad.
—No creerá en todas esas tonterías —dijo el alemán.
—En México todo es posible. No olvide que está en la tierra de los aztecas.
—Supersticiones.
—Será mejor que tenga cuidado con Sara, no sería el primero que pierde la cabeza por ella. Es más peligrosa de lo que parece.
—¿Es una advertencia? —preguntó el alemán, enfadado.
—Tómelo como quiera —dijo el mexicano.
—¿Algo más? —preguntó el alemán con un tono de voz más alto.
—Pancho Villa quiere verle de inmediato, pero será mejor que antes se quite ese olor a hembra.
Cuando Félix Sommerfeld se quedó solo, pensó en las palabras del teniente. Sin duda tenía razón, pero ¿cómo podía resistirse a una mujer así? Nadie podía hacerlo y no perder completamente el juicio.