Amozoc, México, 19 de mayo de 1915
Por la mañana los destrozos del dirigible parecían menos importantes. La aeronave había aterrizado en un sembrado en medio de una inmensa llanura. Al fondo se veían unas montañas, las que había atravesado la nave en plena tormenta, pero ni rastro de un pueblo o ciudad. Samuel y su ayudante se pasaron el día arreglando los desperfectos, mientras que Hércules y Lincoln exploraron la zona.
México era todo lo contrario de lo que habían imaginado. Al menos aquel lugar era fértil, verde y el agua corría por todas partes. Se aproximaron a un arroyo y pudieron asearse un poco. Después dejaron sus ropas en una roca y descansaron bajo el sol.
Un ruido los sacó de su tranquila siesta. Procedía de la zona donde habían aterrizado. Se pusieron la camisa y subieron por el pequeño barranco. A unos trescientos metros observaron como un grupo de jinetes se paraba junto al dirigible. Llevaban rifles en la mano y parecían estar discutiendo con Samuel. Afortunadamente, Alicia no estaba fuera del aparato.
—¿Qué hacemos? —preguntó en un susurro Lincoln a Hércules.
—Esperemos un instante, a lo mejor se marchan tranquilamente.
—Parecen bandidos.
—Puede que sean revolucionarios —dijo Hércules.
—¿Es que acaso hay alguna diferencia? —preguntó Lincoln.
Los jinetes se bajaron de los caballos. Uno de ellos se dirigió a Samuel, después lo empujó y el alemán cayó al suelo. El ayudante del alemán se asustó y comenzó a correr. Uno de los jinetes apuntó con su rifle y disparó. El pobre diablo se quedó parado y después se desplomó en el suelo.
—Serán… —dijo Hércules. Comprobó sus bolsillos, pero no llevaba el arma encima.
—Tenemos que hacer algo —insistió Lincoln.
Hércules se puso en pie y se dirigió hacia el dirigible. Lincoln lo siguió unos pasos por detrás. En aquellos momentos Hércules lamentaba no creer en nada. Dios era el único que podía hacer milagros y aquel asunto requería un milagro para solucionarse.