Chihuahua, 18 de mayo de 1915
La noche estaba poblada de estrellas, el despejado cielo de México tenía algo especial, como si la mano de Dios lo hubiera cuajado de estrellas para compensar el sufrimiento de los mexicanos. Aunque algunas veces pensaba que los mexicanos tenían el país que se merecían.
Félix Sommerfeld miró a su alrededor. Una gran fogata resplandecía en el centro del patio, y junto a ella veinte soldados revolucionarios y muchas mujeres bebían alcohol o bailaban rancheras al son de la música. Aquella fiesta tenía algo de salvaje y ancestral, de mágico y demoníaco, pero no podía negar que le atraía.
El alemán apuró su tequila y decidió levantarse para descansar un poco. Negociar con Pancho Villa no era fácil. Con él, uno siempre tenía la sensación de ser observado y examinado con lupa, lo que le obligaba a mantener una tensión agotadora durante toda la entrevista.
Apenas había dado un paso cuando una mujer morena de ojos negros se acercó hasta él, cruzándose en su camino.
—¿A dónde vas, gringo?
Félix Sommerfeld se quedó mudo. Nunca había visto tanta belleza y frescura juntas. Sus ojos negros le escrutaron y su sonrisa de labios carnosos y rojos le dejó sin aliento.
—No soy gringo, soy alemán —intentó explicarse.
—¿Acaso hay alguna diferencia? Para mí, los que no son mexicanos son gringos. ¿Por qué no tomas un último tequila conmigo?
—Mañana tengo que levantarme temprano —se excusó el alemán. Aunque lo que sucedía realmente era que se sentía abrumado por aquella mujer explosiva.
—¿Mañana? ¿Quién te dice que mañana estarás vivo? Ven.
La mujer lo cogió de la mano y lo llevó hasta una de las puertas del patio, lo introdujo en una sala, después subieron por unas escaleras hasta un cuarto. La cama estaba deshecha, y unas cortinas rojas eran mecidas por la brisa nocturna. Ella le empujó a la cama y le quitó los zapatos y la chaqueta. Lo tumbó, y, cuando él intentó quejarse, ella le hizo un gesto para que se callara. Después se fue a una de las mesitas y sirvió dos pequeñas copas de tequila.
—Dicen que el tequila lo crearon los dioses para hacer felices a los hombres —comentó la mujer antes de darle el vaso.
Félix Sommerfeld la miró extasiado, aquella mujer tenía un misterioso poder que le impedía reaccionar.
—Mi nombre es Yohualticitl[1], pero todos me llaman Sara. Dicen que soy bruja desde que nací, pero no es cierto, soy sacerdotisa.
—¿Sacerdotisa?
—Hay dioses que viven ocultos desde que llegaron los españoles, pero que algún día regresarán.
El alemán sonrió y la mujer frunció el ceño.
—¿No me crees?
—Yo no creo en ningún dios —dijo el alemán con la mirada turbada por el alcohol y la excitación.
La mujer tiró el vaso y se puso a horcajadas sobre él. Se le derramó la copa, y al final la dejó caer también. Ella comenzó a besarlo con pasión, mientras él notaba como la cabeza le daba vueltas. Ella le desabrochó la camisa y tiró de su camiseta. La piel blanca del alemán brillaba bajo la luz mortecina que entraba por la ventana. Ella se quitó la blusa, su piel morena pareció explotar cuando el alemán la abrazó. Los dos giraron por la cama, hasta que sus cuerpos se entremezclaron. En ese momento Félix sintió un placer que nunca había experimentado antes, percibió el animal que llevaba escondido en su interior. Al principio sintió temor, pero después se dejó llevar por sus instintos.