62

Chihuahua, 17 de mayo de 1915

El cuartel general de Pancho Villa se encontraba en un pequeño palacete a las afueras de la ciudad. Las paredes pintadas de blanco, las grandes rejas negras y el patio interior, con un pozo y repleto de plantas, daban al lugar el aspecto de una tranquilla villa de recreo.

Pancho Villa era un hombre sencillo, aunque le gustaba estar rodeado de comodidades. A pesar de todo, era el revolucionario menos ostentoso que Félix Sommerfeld había conocido. Por eso sabía que era muy difícil comprarle, Villa no ambicionaba nada y su apego al dinero era casi nulo.

Entró en el despacho de Villa custodiado por dos de sus hombres. Allí estaba el general con varios de sus consejeros, pero en cuanto llegó, despidió a todos para que se quedaran a solas.

—Señor Félix Sommerfeld, es una sorpresa verle por aquí. La mayoría de los extranjeros no se aventura a viajar tan al norte. Creo que hay un miedo irracional hacia los mexicanos —dijo Pancho Villa sonriente.

—Se escuchan muchas cosas en la capital: robos, asaltos y todo tipo de peligros —contestó el alemán mientras se acercaba a la amplia mesa de trabajo.

El general permaneció sentado, sin invitar en ningún momento al alemán a que se sentara.

—Los extranjeros han hecho mucho daño a nuestro país. No hace tanto tiempo que los franceses intentaron imponernos un emperador, los españoles nos han gobernado durante siglos, los ingleses nos han robado buena parte de la costa caribeña y los norteamericanos…, de esos mejor ni habla r.

—No puede decir que los alemanes hayamos perjudicado alguna vez a los mexicanos.

—Eso es cierto, por ahora no han intentando chingarnos, espero que continúe así por mucho tiempo.

El alemán se aproximó un poco más a Villa. Su rostro moreno parecía amenazador, pero debajo de su bigote negro y su expresión feroz, tenía los ojos de un niño travieso.

—Mi gobierno quiere llegar a acuerdos comerciales con México —dijo Félix Sommerfeld intentando ir al grano.

—Pero el presidente de México es el señor Carranza —dijo Pancho Villa con sorna.

—Eso me han dicho —dijo el alemán con una media sonrisa.

—Nosotros somos simples servidores del pueblo de México.

Félix Sommerfeld pensó por unos momentos cómo dirigirse al general. Si lo hacía francamente podía malograr sus planes, a los mexicanos les gustaba dar vueltas antes de abordar un asunto importante.

—El kaiser ha dejado de confiar en la palabra del presidente Carranza; cuando llegó al poder nos hizo muchas promesas, pero al final solo ha llegado a acuerdos con los norteamericanos, a pesar de que Wilson fue uno de los que apoyó al general Huerta.

—Ustedes también apoyaron a Huerta y le ayudaron a huir con el dinero del pueblo.

El alemán se quedó unos momentos en silencio. Si negaba las acusaciones de Pancho Villa le dejaría por mentiroso, pero si las afirmaba mostraría a su gobierno como una panda de traidores al pueblo mexicano.

—Me temo que el pueblo mexicano no fue el único engañado por el general Huerta.

Villa comenzó a reírse a carcajadas, aquel alemán sabía lo que se hacía, pensó mientras se ponía en pie y se servía un tequila.

—¿Quiere uno? —dijo el general alargando el vaso.

—Sí, por favor.

Bebieron de un trago el amargo licor y Villa le hizo un gesto para que salieran al patio.

—La historia de México es la historia de un quiero y no puedo. Cuando Madero se levantó contra el general Porfidiano Díaz todos creímos que la recuperación del país estaba próxima. Las tierras se repartirían a los campesinos, se redactaría una constitución en la que todos los mexicanos pudieran participar, pero Madero no supo cambiar las cosas ni ritmo que los demás le pedíamos. Después el traidor general Huerta lo asesinó, Entonces apoyamos a Carranza, parecía que él lograría hacer lo que no hizo Madero, pero ahora nos persigue y quiere eliminarnos. Emiliano Zapata y yo somos los únicos supervivientes de la revolución, todos se han vendido o están muertos, pero a nosotros no pueden comprarnos. ¿Comprende?

El alemán miró directamente a la cara del mexicano. Tenía la sensación de que era imposible engañarle, como si aquel hombre inculto y salvaje tuviera un sexto sentido.

—Los alemanes necesitamos petróleo. Estamos dispuestos a pagarlo mejor que los norteamericanos. No queremos influir en el gobierno de México ni en su revolución, pero sin duda nuestro dinero y armas podrán ayudarle a terminar lo que comenzó.

Pancho Villa miró de arriba abajo al alemán. Después sonrió como un niño y con su voz ronca le dijo:

—Sé que tienen una importante partida de armas y municiones, sé que está cerca de la frontera. Ignoro cómo han sacado esas armas a los gringos, pero las tienen.

—Las armas están a buen recaudo, pero si llegamos a un acuerdo no tardarán ni una semana en estar en Chihuahua.

La revolución necesitaba esas armas, pero Villa no estaba dispuesto a obtenerlas a cualquier precio.

—¿Qué quiere su kaiser?

—Tenemos información sobre las intenciones del gobierno norteamericano. El secretario de Guerra Garrison y una buena parte del Senado están pidiendo una nueva intervención, como la del año pasado.

—¿Una nueva intervención?

—No confían en el gobierno de Carranza, creen que no va a cumplir sus promesas y que pretende nacionalizar el petróleo.

—Carranza es un cobarde, no se tiraría ni un pedo sin pedir permiso a los Estados Unidos.

—Simplemente le informo de lo que han descubierto nuestros servicios secretos —dijo Félix Sommerfeld.

—¿Cuál es el precio de su amistad? —preguntó Villa.

—La amistad no tiene precio, el petróleo sí —comentó sonriente el alemán.

Pancho Villa comenzó a reírse a carcajadas, aquel tipo era muy astuto, pero necesitaba las armas si no quería terminar colgado de alguna soga de los norteamericanos o los federales. Los alemanes eran el diablo, pero si tenía que pactar con el diablo para salvarse, no dudaría en hacerlo.