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La Habana, 16 de mayo de 1915

Le dejaron en una silla de la habitación personal de Hernán. Las cosas no parecían haberle ido muy bien todos aquellos años. El mobiliario era el mismo que la última vez que estuvo allí, pero los muebles de terciopelo estaban ahora ajados y muchos de los objetos de valor faltaban.

—Mi humilde morada ha sufrido, podríamos decir, una merma —dijo Hernán al observar la cara de Hércules.

—Ya era un antro repugnante hace años.

—Muy gracioso. Pues no le hacías ascos cuando te encontré tirado en la calle.

—¿Me has traído para hablar de los viejos tiempos?

Hernán sonrió, pero su gesto se torció y pidió a sus guardaespaldas que les dejaran solos.

—Veo que no has perdido tu orgullo español. Estos años no han sido fáciles, sobre todo desde que vuestra investigación me relacionó con el hundimiento del Maine. Tuve que estar oculto un tiempo, además a los norteamericanos, ya sabes la vena puritana que tienen, les dio por limpiar la ciudad de maleantes y cerraron la Misión, pero ya ves, el oficio más viejo del mundo está otra vez en alza.

—¿Por qué me has secuestrado? Creo que hace años que saldamos nuestras deudas.

—¡Saldamos! —gritó furioso Hernán—. Mi madre murió a causa del escándalo, al enterarse de a qué se dedicaba su hijo. He vivido como una rata todo este tiempo, ¿sabes qué es lo que me ha mantenido con vida? El deseo de hacerte pagar hasta el último peso de lo que me hiciste.

—Yo no te hice nada, fuiste tu mismo.

Hernán se puso en pie, se acercó a un paragüero y extrajo un paraguas alargado de color negro. Después tiró con dureza y una fina hoja de metal brilló en la habitación iluminada.

—Quiero que sufras, nada puede causarme más placer que oírte gritar, pero tengo una clientela que cuidar, primero te cortaré la lengua y después ya veremos.

Hernán se aproximó a su víctima con el arma en la mano. Hércules empezó a mover la cabeza para impedir que le cortara la lengua, pero Hernán logró sujetarle la cabeza y abrirle la boca. Justo en ese momento unos disparos le hicieron detenerse en seco. Miró a la puerta y unos segundos más tarde dos hombres entraron a toda prisa, uno de ellos le era vagamente familiar. Colocó la hoja metálica en el cuello de Hércules y se dirigió a los intrusos.

—Han llegado justo a tiempo para ver el espectáculo.

—Suéltele —dijo Lincoln apuntando con la pistola.

—¿Soltarle? Llevo esperando este momento diecisiete años —dijo Hernán con los ojos desorbitados.

Hércules logró separar el cuello de la fría hoja metálica unos segundos y se lanzó con la silla hacia atrás. Los dos perdieron el equilibrio, cayendo al suelo. Lincoln se aproximó y apuntó al hombre, pero éste logró colocar de nuevo su arma en el cuello de su amigo. Un disparo retumbó en la habitación. Lincoln miró sorprendido la cara de terror del hombre. Un hilo de sangre comenzó a correr por las comisuras de la boca de Hernán. Alicia se mantuvo con los brazos extendidos, le temblaban las manos, pero el humo todavía salía de su pistola. Era la primera vez que mataba a un hombre. La idea le revolvió el estomago, bajó el arma y comenzó a vomitar.

Lincoln liberó a su amigo, que estaba cubierto de sangre.

—No podemos dejarle solo ni cinco minutos —bromeó.

Hércules miró el cadáver mientras se incorporaba.

—Pobre diablo, era tan desgraciado que solo tenía capacidad para odiar.

—Ese cerdo ha vivido demasiado tiempo —comentó Lincoln.

Escucharon las arcadas de Alicia. Tenía la cara pálida y parte de su pelo se había salido del gorro y caía sobre uno de sus hombros. Hércules se acercó a ella y lo abrazó.

—Lamento que hayas tenido que pasar por esto.

Alicia lo miró, mareada, apoyándose en su hombro. Lincoln comprobó que Hernán estaba muerto y después salió al pasillo.

—Está despejado, será mejor que nos marchamos antes de que llegue alguien más.

Los tres salieron corriendo por el pasillo. Las puertas estaban abiertas, los clientes, asustados por los tiros, habían huido dejando parte de su ropa tirada por el suelo. El salón estaba despejado. Caminaron por las calles de tierra, adentrándose de nuevo en la ciudad. Salieron de la Misión para no regresar nunca más, pero eran conscientes que una parte de ellos mismos se quedaría siempre en aquellas sucias calles, esos pedazos de alma que se desprenden cuando el hombre tiene que luchar contra el mal sin poder evitar hacerlo él mismo.