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Chihuahua, 16 de mayo de 1915

La doble vida de Félix Sommerfeld tenía sus compensaciones. Durante muchos años se había dedicado exclusivamente al periodismo, pero la vida de espía era infinitamente más emocionante. No se sentía especialmente patriota, sus ideales y su sentido del deber estaban extrañamente ligados al placer que le producía vivir cada día al límite. No era la primera vez que viajaba al norte, al territorio de la frontera, pero este viaje era especial. Su gobierno estaba interesado en explotar el petróleo de México y dispuesto a cualquier cosa para conseguir su objetivo. Habían intentado llegar a acuerdos con el gobierno de Carranza pero siempre se encontraban con el mismo problema, el acuerdo previo de las empresas petroleras norteamericanas. Si conseguía poner a una o varias facciones revolucionarias en contra de los Estados Unidos obtendrían un doble beneficio: paralizar la entrada de los norteamericanos en la guerra de Europa y obtener la concesión del petróleo mexicano. Pancho Villa era una figura clave para conseguir sus objetivos. El revolucionario odiaba a los Estados Unidos, que desde hacía unos meses lo acosaban y se negaban a venderle armas. La situación del ejército del norte era tan desesperada que Félix Sommerfeld esperaba que el líder de la revolución se echara en sus brazos, aunque con un mexicano nunca se podía saber. Eran orgullosos, desconfiados y no tenían miedo a nada. Un valor que Sommerfeld admiraba y temía al mismo tiempo. No sería el primer enviado alemán en ser colgado, apaleado o abandonado en mitad del desierto sin agua ni cabalgadura.

Se asomó por la ventanilla de la diligencia y observó el valle que señalaba la proximidad de la ciudad. Tras tantas horas recorriendo el desierto, aquellas serranías parecían un vergel, a pesar de los pocos árboles y plantaciones. Estaba famélico, pensó en saborear un burrito, una torta de maíz rellena de carne o queso y un buen trago de tequila. Al parecer el invento del burrito se debía a un vecino de Ciudad Juárez, pero se había hecho popular en todo el norte de México en unos pocos años.

La diligencia se detuvo en la plaza de la catedral. Félix Sommerfeld tomó su equipaje y se dirigió a una pequeña cantina cercana. En la ciudad no había alojamientos decentes, pero en algunas casas se podía hospedar uno de manera relativamente cómoda. La ciudad estaba en plena efervescencia revolucionaria y muchos burgueses intentaban pasar desapercibidos ante los cambios sociales del gobierno de Villa, por eso era raro ver a gente con traje por le calle.

El alemán dejó su equipaje, bajó al salón y comió algo antes de buscar a su contacto. Sabía que las negociaciones con Huerta en España no terminaban de cuajar, Villa no debía enterarse del acercamiento alemán al antiguo dictador, los dos hombres se odiaban a muerte. Huerta había acusado a Villa de robar un caballo, lo que había provocado su destierro y deshonra. El líder revolucionario también sabía que ellos, los alemanes, habían ayudado a Huerta a huir de México con una parte del oro federal. Tendría que ganarse su confianza, pero Sommerfeld conocía una palabra mágica para cambiar la actitud de Villa hacia los alemanes; esa palabra era «armas».