Madrid, 15 de mayo de 1915
La embajada alemana en Madrid era una hermosa villa situada cerca de la calle Serrano. Diego Rivera decidió ir caminando, para despejar un poco su mente. En México no solía caminar mucho, el calor y las calles mal empedradas dificultaban el paso de los viandantes, pero Madrid era una ciudad para pasear. Llegó a la plaza de Colón y se adentró por la calle Salamanca cuando empezaba a anochecer. Se acercó a la fachada y esperó a su amigo Ramón del Valle-Inclán. El escritor llegó puntual, los dos se dirigieron a la entrada y facilitaron sus documentos a un ujier que recibía a los invitados en la puerta. Subieron por una escalinata, caminando por la alfombra roja hasta un gran salón acristalado, con las paredes cubiertas de espejos. La luminosidad de la sala, las elegantes invitadas y el gran cóctel preparado terminaron por animar al pintor.
Rivera y Valle-Inclán se situaron cerca de una gran balconada. La música comenzó a sonar y los invitados se dispusieron a bailar.
—Salgamos —dijo Valle-Inclán.
La terraza daba a un frondoso jardín, con una fuente y un pequeño paseo que se retorcía entre farolas recién encendidas. Alguna pareja deambulaba por los jardines o se sentaba en alguno de los bancos de piedra.
—Hace una noche perfecta —dijo Diego.
—Estas noches de primavera solo pueden darse en Madrid. Aunque yo prefiero Galicia.
—Todos los que estamos en esta ciudad en realidad pertenecemos a otro lugar —contestó Diego.
—Es cierto.
Entre los árboles vieron aparecer la figura delgada y morena del general, que caminaba junto a un hombre alto y rubio. Valle-Inclán hizo un gesto con la mano a Diego. Los dos hombres bajaron hasta el jardín y siguieron discretamente al general Huerta y a su acompañante. Los vieron entrar en un invernadero, se aproximaron hasta una de las puertas de cristal e intentaron escuchar la conversación.
—Ya tiene los mapas, tiene el dinero, ¿qué más quiere? —dijo el alemán, con un fuerte acento.
—Necesito que me faciliten un medio de transporte a Estados Unidos. Algunos de mis partidarios me esperan allí, otros están organizando una revuelta desde dentro —dijo el general Huerta.
—¿Cuándo comenzaría la revuelta?
—Tal vez en junio, no es fácil levantar en armas a un país.
—¿Cuándo se enfrentarían a los Estados Unidos? —preguntó el alemán, cansado de las evasivas del mexicano.
—Eso es más difícil de determinar, en México no está solo Carranza, también hay que vencer a Pancho Villa y Emiliano Zapata.
—El acuerdo era que se aliara con ellos —dijo el alemán decepcionado.
—Son demasiado astutos, no tardarán en darse cuenta de nuestras intenciones. Es mejor terminar con ellos desde el principio.
—General, ha dado su palabra de honor de que revocará todos los contratos concedidos a los Estados Unidos y firmará nuevos acuerdos con nosotros. Alemania necesita el petróleo mexicano y a cambio podemos ayudarles a recuperar los territorios que los norteamericanos les arrebataron.
—No será fácil. ¿Podrían enviar tropas para apoyar la guerra en el sur de los Estados Unidos? —preguntó el general Huerta.
—No podemos enfrentarnos directamente con los norteamericanos, por lo menos al principio. Pero ya ha visto nuestras intenciones, hemos respondido a todas sus condiciones. Los planos que le hemos facilitado estaban en la biblioteca nacional de nuestro país.
—Son mexicanos —refunfuñó el general Huerta.
—Llevan casi cien años en Alemania.
—Eso da lo mismo.
—¿Por qué son tan importantes para usted?
—Representan un símbolo de poder. Fueron dibujados por uno de los aztecas que acompañaron a Cortés hasta Aztlán, donde encontraron un fabuloso tesoro de los antepasados de los mexicas. Recuperar ese tesoro podría ayudarme a armar a un poderoso ejército unido por la fuerza de nuestros antepasados —dijo el general Huerta, emocionado.
—Pero, eso no es nada más que una leyenda —contestó el alemán, incrédulo.
—Eso decían hace poco de Troya y de Micenas, y hoy son realidades históricas. Los españoles nos robaron el mayor de nuestros tesoros, nuestra identidad. Los mexicanos nunca hemos estado unidos, ahora es nuestra oportunidad, mientras la estrella de los Estados Unidos se apaga, México tomará el control de Centroamérica y volveremos a ser un imperio.
El alemán miró con incredulidad al general, se conformaba con que tuvieran entretenidos a los norteamericanos y retrasaran lo más posible su entrada en la guerra de Europa.
—Podemos llevarle a Estados Unidos en un barco con bandera Colombiana que parte en dos días de Lisboa.
—Estupendo.
—Acuérdese de que ha firmado un acuerdo con nosotros.
—¿Duda de mi palabra? —preguntó el general enfadado.
No era la primera vez que el general Huerta les traicionaba, pero era el único elemento que podían controlar en México, Villa y Carranza eran imprevisibles. Particularmente, pensaba que era tirar el dinero, pero no tenían mucho que perder.
Los dos hombres se dispusieron a salir del invernadero, Diego y Valle-Inclán se alejaron y volvieron a la fiesta. El general Huerta se dirigió al salón y vio a su compatriota.
—Amigo Diego, llevo días sin verle, pensé que había regresado a París.
—No, general, de hecho tengo que retornar urgentemente a México, pero me está costando encontrar un pasaje.
—Yo regreso en un par de días, creo que podré encontrar un hueco para usted.
—Eso sería fantástico, aunque espero no causarle muchas molestias.
—El único inconveniente es que primero pasaré por Estados Unidos, pero será una estancia corta.
—Desde allí me será más fácil conseguir un barco a México.
—Pues sea, mañana tomo un tren a Lisboa. Le espero por la mañana en la recepción del hotel. Maestro don Ramón, Diego —dijo despidiéndose de los dos hombres.
—Buenas noches, general —dijo Valle-Inclán.
El general salió de la sala. Diego y Valle-Inclán se miraron sorprendidos. Aquél había sido un golpe de suerte, pero introducía aun más a Diego Rivera en la boca del lobo.
—Querido amigo, creo que acaba de convertirse en espía profesional —susurró Valle-Inclán a su amigo.
El mexicano sintió un escalofrío que le recorrió la espalda. Al menos regresaría a casa y se alejaría de los norteamericanos que le perseguían en Madrid, pensó mientras apuraba la copa de champán.