Londres, 15 de mayo de 1915
El oficial se acercó hasta Churchill, le saludó y se puso firme. El primer lord del almirantazgo lo observó unos instantes y después le hizo un gesto con la mano para que hablara.
—Han llegado a La Habana, se han reunido con un viejo profesor llamado Gordon Acosta.
—¿Gordon Acosta? —dijo Churchill, recordando sus años en La Habana y al viejo profesor.
—Sí, señor.
—¿Qué más?
—Alguien les está siguiendo, creemos que son los alemanes.
—¿Los alemanes? Quiero que confirmen ese dato. Utilicen los medios necesarios, pero tengo que estar informado en todo momento. ¿Entendido?
—Sí, señor.
—Puede retirarse.
Churchill miró el mapa de la península de Galípoli en la pared y notó como el corazón se le aceleraba. Llevaban algo más de un año de guerra y él había prometido que la toma de Estambul aceleraría el final del conflicto. Ahora se daba cuenta que las cosas no serían tan sencillas. Los turcos eran mucho más peligrosos de lo que parecían. Ese maldito barco, el Lusitania, podía ser la clave para ganar la guerra. No entendía a qué esperaba el presidente Wilson, los acontecimientos le habían puesto la posibilidad de entrar en la guerra en bandeja. Levantó el teléfono y pidió a su secretaria que escribiera un telegrama al secretario de Guerra de los Estados Unidos. Los norteamericanos debían entrar en el conflicto cuanto antes o todo estaría perdido.