La Habana, 14 de mayo de 1915
—Ustedes se marcharon hace años, pero las cosas no han sido fáciles para lo que nos quedamos en Cuba después de la guerra —dijo el profesor Gordon bajo la luz de unas bombillas mortecinas.
—Después de una guerra siempre hay atropellos —comentó Lincoln.
El profesor observó el rostro de Lincoln, las canas que perezosamente recorrían sus sienes rizadas, y sonrió.
—No me importa lo que puedan hacerme a mí, pero sí a mi familia. Mi hijo dejó su cátedra en la universidad cuando me echaron de la mía.
—Debió de ser duro —dijo Alicia.
—Me gustaba la docencia, pero me era imposible mirar para otro lado ante los atropellos de los norteamericanos y sus compinches cubanos. La constitución se hizo a medida, para que no cambiara nada. Según la constitución de 1901 Cuba era independiente, pero en el Senado de los Estados Unidos se aprobó la enmienda Platt, por la cual los norteamericanos se otorgaban el derecho a intervenir en la isla cuando les pareciera necesario.
—No estaba enterado de eso —dijo Lincoln.
—Perdóneme, amigo, pero sus compatriotas se consideran los dueños de todo el continente —dijo el profesor Gordon.
—Pero al contribuyente norteamericano también le costó mucho dinero liberar Cuba —se defendió Lincoln.
Hércules frunció el ceño. No entendía el empeño de los norteamericanos en defender a capa y espada a su gobierno.
—¿Independencia y libertad? Son dos burlas en Cuba. Tomás Estrada Palma era una mera marioneta de los estadounidenses, cuando no pudo mantenerse en el poder pidió ayuda a los norteamericanos que volvieron a ocupar el país en 1906. Después de tres años de ocupación, el gobierno se puso en manos de José Miguel Gómez, un tipo corrupto que arruinó al país y aplastó las revueltas de los negros pobres que pedían más justicia social. Ahora, el nuevo presidente, Mario García Menocal, es un hombre joven, pero sigue la estela de los Estados Unidos —dijo el profesor Gordon.
—Pero ¿qué puede hacer? Si se rebela contra Estados Unidos, éstos no tardarán en volver a intervenir —dijo Alicia.
—Eso es cierto, tal vez la esclavitud del pueblo cubano no tenga solución —dijo el profesor Gordon.
—¿A qué se dedica ahora profesor? ——preguntó Hércules.
Una camarera les sirvió la cena en la discreta cantina, todos miraron con ansia el plato de frijoles, la yuca con mojo y el arroz.
—¿La cena les parece muy fuerte? —preguntó el profesor Gordon—. Después de tantos años sin comer comida cubana pensé que les apetecería.
—Excelente —dijo Hércules comiendo a dos carrillos.
Gordon los observó unos instantes mientras devoraban los platos.
—Bueno, mi vida ha sido tranquila. Ejercí la medicina durante años en mi clínica y me dediqué a abrir varios orfanatos.
—¿Por qué le apartaron de la docencia? —preguntó Alicia.
—Intenté salvar a varios estudiantes que iban a ser fusilados por el simple hecho de no haber apoyado la independencia.
—Lo lamento —dijo Alicia.
—Un verdadero profesor antepone la vida de sus alumnos a su carrera. Hay muchos mercachifles en las universidades que buscan títulos, poder y posición, pero la mayor virtud de un buen maestro es enseñar a sus alumnos dando ejemplo con su propia forma de llevar la vida.
—¿Qué tal su familia? —pregunto Alicia.
—Mis hijos viven independientes hace tiempo, aunque vienen a comer a casa todos los domingos, ¡y soy abuelo! Puede decirse que he vivido una vida plena, pero ¿qué les trae a ustedes por estas tierras?
—Estamos de paso —contestó Lincoln—. Realmente nos dirigimos a México.
—¿México? Creo que las cosas no están bien en el país, continúan con su guerra civil.
—Perseguimos a unos ladrones —explicó Lincoln. Robaron un códice en Londres y el gobierno británico nos pidió que lo recuperáramos.
—¿Qué códice? —preguntó el profesor.
—Códice de Azcatitlán —dijo Hércules.
—Que interesante. ¿Por qué robarían una obra así?
—No lo sabemos —dijo Lincoln.
—Hay una vieja leyenda que a lo mejor conocerán, me la contó un colega mexicano, Manuel Gamio —dijo el profesor Gordon.
—No conocemos la historia —dijo Hércules.
El profesor sonrió con un brillo en la mirada. Se atusó el bigote largo y cano y comenzó a hablar muy bajito, como si las palabras le resultaran pesadas.
—¿Han oído hablar de los hombres jaguar? —preguntó el profesor.
Todos negaron con la cabeza.
—Los hombres jaguar eran la élite de los guerreros mexicas, vestían con la piel de los jaguares y eran temidos por todos. Su fiereza les hizo célebres, pero muy pocos saben su origen. Su oscuro origen —dijo el profesor alargando las palabras hasta que la atención de sus amigos estuvo totalmente concentrada en su relato—. Siempre dejaban la misma huella, extirpaban el corazón a sus enemigos o los decapitaban. De esa forma tomaban toda su energía e impedían que el muerto resucitara. Se dice que ellos eran los guardianes de la ciudad de Aztlán, los únicos que conocían su ubicación real y los que han protegido su secreto desde hace más de quinientos años.