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Chihuahua, 13 de mayo de 1915

—Los caballos galopaban hasta las posiciones de Obregón. La caballería de Villa era la mejor de México. Sus hombres se acercaron con los caballos medio reventados y disparando las carabinas sin soltar las riendas. Cuando se quedaron sin balas se ataron las riendas y vaciaron el cargador de los revólveres. La caballería de Obregón corrió despavorida. Apenas estaban llegando a la hacienda de La Loza cuando las ametralladoras abrieron fuego. Los jinetes, que apenas dominaban a las bestias aterrorizadas, se lanzaban a los costados de las líneas enemigas, pero las ametralladoras barrían los laterales y cuando los jinetes intentaban alejarse, los hombres de Obregón disparaban a la espalda de los villistas. Cuatro veces intentó la caballería romper las líneas, pero las cuatro veces se estrellaron como olas en los riscos de un mar embravecido. Uno pocos llegaron hasta las ametralladoras, pero eran abatidos después de pegar un par de tiros que rebotaban en la cerca de piedra de la hacienda —le narró Amado Aguirre a Villa, que seguía el relato con los ojos como platos.

—Cobardes, no salieron a luchar como machos —dijo Villa poniéndose en pie.

—Los de Obregón lucharon con fiereza…

—Esos coyotes cobardes están escondidos en su guarida.

—Esto es una guerra, también nosotros…

—Nosotros somos revolucionarios, no lo olvides Amado.

—No lo olvido, general.

—Puedes retirarte.

Pancho Villa regresó a la mesa y se puso las manos sobre la amplia frente morena. Sus malditos enemigos les estaban cercando. Por primera vez desde que dejara su vida de bandolero presentía que las cosas se iban a torcer. Recordó su primera conversación con Abraham González y cómo le convenció para luchar a favor de los antireeleccionistas; por primera vez alguien le ofrecía hacer algo bueno por los demás. Ahora sentía que la fatiga del largo viaje de la revolución consumía sus últimas fuerzas. Solo un milagro podía salvarlos a México y a él de la derrota.