Madrid, 13 de mayo de 1915
Sintió el frío de la madrugada y se encogió en el colchón. Su cabeza comenzó a darle vueltas, se sentó en la cama e intentó recordar dónde estaba. No lo sabía a ciencia cierta, alguien lo había sacado de su hotel y lo había llevado a aquel cuchitril frío, sucio y oscuro. Apenas le habían dirigido la palabra en aquellos días, como si intentaran ablandarle un poco antes de comenzar el interrogatorio, pero él estaba preparado para decir todo lo que sabía. No se sentía cobarde, pero no estaba dispuesto a renunciar a la vida.
Se levantó de la cama y notó como los huesos le chasqueaban. Se estiró y se dirigió hacia la puerta. Era de madera, no parecía muy sólida, pero desconocía lo que había al otro lado y si alguien le vigilaba de día y de noche. Después observó el pequeño tragaluz que estaba a unos dos metros y medio de altura. Pensó que si se subía y miraba por él, al menos se aseguraría que el mundo permanecía en su sitio.
Arrastró la cama y se subió en ella. Se puso de puntillas, pero todavía quedaban unos centímetros para que pudiera ver algo. Dio un par de saltos, sin conseguir llegar al ventanuco.
—¡Será posible! —dijo en alto.
Un ruido en el pasillo le hizo bajar de la cama. Se sentó en silencio y esperó sin respirar hasta que la puerta se abrió.
—Señor Rivera, siento haberle retenido en estas condiciones, pero sospechamos que está espiando para el gobierno mexicano —dijo una voz con acento norteamericano.
—¿Espía? Nunca había escuchado algo tan absurdo —dijo Diego.
—¿Conoce a Alfonso Reyes Ochoa?
—Naturalmente, es un amigo y un compatriota. Le vi al regresar a Madrid después de una estancia en París.
—Su amigo trabaja para los servicios secretos del presidente Carranza.
—¿Alfonso es espía?
—Efectivamente.
—Me deja petrificado —mintió Diego.
—No se haga el listo conmigo. Usted sabe que Alfonso trabaja para el gobierno mexicano, de hecho él le paga su habitación en el Ritz.
—Eso es cierto, pero es por un trabajo que me ha encargado el gobierno mexicano. En unos meses tengo que regresar a México para pintar al presidente, estoy en Madrid estudiando los retratos de Goya y Velázquez antes de volver para realizar el encargo.
—Y el general Huerta le ayuda a elegir los pinceles —dijo el norteamericano enfadado.
—El general es un viejo amigo de mi familia, nos vimos por casualidad en el hotel y hemos salido juntos a ver la ciudad.
—¿Cree que voy a creerme toda esa basura? Usted y el general fueron a una librería cerca del teatro de la Ópera. ¿Es cierto?
—Me pidió que lo acompañara, temía que su interlocutor hablara en alemán y como yo tengo algunas nociones de ese idioma, el general me solicitó que le ayudase.
—¿Qué se llevó el general de la tienda?
—Era una librería, pero le dieron unos rollos de cartón forrados de piel, como si llevara planos o algo parecido.
—¿Los vio?
—No, el general me prometió enseñármelos, pero alguien me golpeó y me trajo aquí —refunfuñó Diego Rivera.
El norteamericano se acercó al rayo de luz y su pelo rubio se iluminó.
—Le vamos a soltar con una condición. Tendrá que informarnos de lo que descubra. Si no lo hace, aténgase a las consecuencias —dijo el norteamericano.
Diego Rivera asintió con la cabeza, qué otra cosa podía hacer. De la noche a la mañana se había convertido en espía, y ahora era un espía doble. Tenía que ver lo que había en esos malditos tubos y salir corriendo para México.