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Madrid, 9 de mayo de 1915

Apenas podía mantener el ritmo del general Huerta. Aquel hombre delgado, apoyado en su bastón de plata y madera, caminaba a un paso endiablado. Diego Rivera le seguía con dificultad por la calle de Alcalá.

—Venga Diego, que no se diga. Usted es más joven que yo —dijo el general mirando hacia atrás.

—Lo lamento, pero no estoy acostumbrado a caminar.

—¿Sabe usted algo de alemán? —preguntó el general.

—Hablo francés e inglés, pero mi alemán es muy rudimentario.

—Vaya por Dios. Bueno, creo que ese tipo hablará francés.

—¿Qué tipo, general?

—El hombre al que vamos a ver. Tiene una pequeña librería cerca de la Plaza Mayor.

—¿Un librero?

—Exacto, Diego, un librero de origen alemán. Tiene una información que puede serme de utilidad.

Los dos hombres caminaron por la calle Mayor, después el general comenzó a callejear hasta unas escalinatas. Justo debajo, un escaparate sucio cubierto de periódicos resultó ser la librería que estaban buscando.

—¿Es aquí? —preguntó Diego Rivera extrañado. Aquello parecía más bien un almacén abandonado o una chatarrería que una librería.

—Ésta es la dirección.

Llamaron a la puerta y esperaron contestación, pero nadie acudió a abrirles.

—Nos hemos equivocado —dijo Diego.

—Es imposible, la dirección es correcta.

Los dos hombres se dieron la vuelta, dispuestos a marcharse, cuando una campanilla tintineó en la puerta. Un hombre pequeño de rostro cetrino, diminutos ojos azules y nariz aguileña los miró, curioso.

—¿Qué desean?

—¿Es la librería Leví? —preguntó el general.

—No vendemos libros al público, tan solo a ciertas personas, ciertos libros especiales —dijo el librero, mientras volvía a cerrar la puerta.

—Vengo recomendado por Hintze.

—¿Paul von Hintze?

—El mismo.

El librero entornó un poco la puerta dejando pasar a los dos hombres. Diego se sorprendió de las lujosas estanterías y los libros encuadernados en piel.

—Paul von Hintze fue uno de mis alumnos en Alemania.

—¿Tiene los planos? —preguntó el general.

—Sí, no sea impaciente. Los planos no son exactamente documentos modernos con indicaciones claras. Aunque más que planos son mapas, lueron realizados hace casi quinientos años.

—Ya encontraré a alguien que me ayude a descifrarlos.

El librero se fue a la trastienda y regresó con dos largos tubos de cartón recubiertos de piel negra. Se los entregó al general y éste le dio varios bonos del Banco de Inglaterra.

—Los negocios me gustan así, rápidos y beneficiosos para todos —dijo el general con una sonrisa.

—Tiene que buscar a un especialista para descifrar los jeroglíficos —comentó de nuevo el librero.

Los dos hombres abandonaron la librería y subieron las escalinatas hasta el teatro de la Ópera. Después regresaron a la Puerta del Sol en silencio.

—General, ¿qué le ha comprado a ese judío alemán?

—Cuando lleguemos al hotel se lo enseñaré, usted como artista lo apreciará mejor que nadie —contestó enigmático el anciano.

—Le propongo que primero almorcemos, los misterios me dan un apetito tremendo —bromeó Diego Rivera.

—Buena idea.

Se acercaron al casino, era uno de los sitios más exclusivos de la ciudad, pero ser espía tenía que tener sus ventajas.