Londres, 9 de mayo de 1915
—Le agradezco que nos ayude en los interrogatorios. Es mejor que lo haga usted que un simple traductor —le dijo Sherlock Holmes a Lincoln.
—Lamento que mi compañero no esté aquí, pero a veces es muy tozudo.
—No se preocupe, Lincoln, nos hacemos cargo —dijo el doctor Watson.
Los tres hombres esperaron en la sala de interrogatorios un buen rato a que llevasen al prisionero, hasta que dos guardias entraron con un hombre de tez morena encadenado con grilletes. Tenía el pelo negro, lacio y largo. Sus rasgos indígenas y su mirada feroz escondían la angustia del encarcelamiento.
—Señor…, bueno, da igual. Le llamaremos acusado —dijo Watson después de leer el informe.
—Señor acusado —dijo Holmes—, hasta ahora se ha negado a declarar, pero quiero advertirle que eso no le librará de la horca. Ha matado a un agente de la ley, destrozado mobiliario público y robado un objeto de gran valor.
Lincoln tradujo las palabras, que apenas provocaron un leve pestañeo en el prisionero.
—Sabemos que es usted mexicano, perteneciente a un grupo militar y que fue enviado hasta aquí para cumplir una misión. Si confiesa su procedencia y quién lo envió, será tratado como prisionero de guerra y no como un simple malhechor —dijo Holmes.
El prisionero miró de reojo al inglés, pero siguió sumergido en su mutismo.
—Me temo que no va a ser fácil, habrá que emplearse a fondo —dijo Holmes.
El detective salió de la sala, el doctor Watson y Lincoln se miraron sorprendidos. Al poco tiempo volvió a entrar. En sus manos llevaba un extraño amuleto que Lincoln había visto en la exposición. Era algo parecido a una virgen, pero su rostro era una calavera. El prisionero miró la figura y se echó para atrás en la silla.
—Veo que causa el efecto deseado —dijo Holmes.
—¿Qué es eso? —pregunto el doctor Watson.
—La Señora de la muerte —dijo Holmes—, muchos le rinden culto en México desde antes de la llegada de los españoles.
El prisionero intentaba no dirigir la vista hacia la estatuilla, pero sus ojos negros no podían evitar mirarla de reojo.
—La santa muerte te quite su protección, las balas de tus enemigos te alcancen… —comenzó a decir en español Holmes.
—No, no, ¡no! —gritó el prisionero tapándose los oídos.
—Tu familia sufra la desgracia, se pudran tus huesos en la cárcel…
—¡No, basta!
Holmes paró al instante y dijo al prisionero:
—Si termino el conjuro quedarás desprotegido. Responde a unas preguntas y te enviaremos a una prisión militar.
Lincoln tradujo las palabras. El prisionero las siguió con interés.
—No puedo contarles mucho.
—¿Quién eres?
—Francisco Brajeres Arceo.
—¿A qué ejército perteneces? —preguntó Holmes.
—A las fuerzas federales.
—¿Cuál era vuestra misión?
—Recuperar el libro y llevarlo a México.
—¿Quién os envió? —preguntó Holmes.
El prisionero no pudo contestar, una gran explosión sacudió el edificio y la luz se apagó de repente; el ambiente se llenó de polvo y comenzó a escucharse una especie de alarma. Holmes se acercó al prisionero pero éste no estaba en la silla; abrió la puerta y salió al pasillo. Todo estaba en penumbra.
—¿Dónde está? —preguntó Holmes desesperado.
Watson y Lincoln le siguieron, en la sala principal de la comisaría reinaba el caos. Un gran boquete se abría en mitad de uno de los muros y los tres hombres corrieron hacia la calle. Apenas les dio tiempo a observa r como un coche emprendía la huida. Holmes comenzó a correr tras el vehículo, pero este ya había ganado velocidad. —Es inútil Holmes, nunca lo alcanzará —dijo Watson.
—Un poco más y nos lo hubiera contado todo —dijo Holmes con la voz agitada por la carrera.
—Al menos sabemos de dónde procede, de México D. F. —dijo Lincoln.