Madrid, 8 de mayo de 1915
Las sabanas de seda no impidieron que Diego Rivera pasara toda la noche agitado. Se había acostado muy pronto, pero cuando miró el reloj apenas habían pasado un par de horas. Se dirigió a la ventana y observó la ciudad desierta. Madrid era más pequeña que París, pero conservaba algo que atraía a Diego, la sencillez rural de sus calles y habitantes. México era igual. Una mezcla de belleza, pobreza y vida en efervescencia.
Se dirigió a la mesa y sacó una de sus cuartillas, pensó que pintando podría recuperar algo de calma, pero no logró realizar más que un par de trazos y con la cabeza agachada dejó que su mente vagara de una idea a otra.
Huerta parecía menos temible sin el trono presidencial y la corte de matones que lo acompañaban a todas partes. Algunos contaban que en su huida de México en un acorazado alemán se había llevado una cantidad fabulosa de dinero, joyas y oro. Aquel mestizo era un tipo ladino y tramposo, uno no podía fiarse de su sonrisa sucia ni de sus ojos aguados por la edad.
Alfonso Reyes Ochoa esperaba demasiado de un pintor, un artista. Él amaba la revolución, quería servirle de embajador cultural, pero era otra cosa era llevar pistola y espiar a un tipo como Huerta. Había gente preparada para hacer ese tipo de cosas.
Era cierto lo que decía Alfonso; Huerta no se fiaría de un fulano que se acercara a él en una estación de tren o en un hotel, pero él era amigo de la familia de su esposa, no se había decantado públicamente por Carranza y lo único que le pedían era que tuviera los ojos y los oídos bien abiertos. Por otro lado, aquello lo entusiasmaba, lo que para un artista era toda una ventaja. Los pintores, escritores y poetas necesitaban emociones fuertes, sus obras eran el fruto de frustraciones, desamores, dudas y dolor. El miedo, la angustia ante la muerte y el peligro parecían alicientes suficientemente fuertes para romper la desidia en la que había caído en las últimas semanas.
Sintió un escalofrío, decidió meterse de nuevo entre las sábanas y pintar en su cabeza un cuadro mientras el sueño pincelaba las imágenes hasta difuminarlas en decenas de colores vivos.