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Washington, 8 de mayo de 1915

El presidente Wilson terminó de revisar la correspondencia antes de la reunión extraordinaria con el gabinete de crisis. El hundimiento del Lusitania suponía una declaración de guerra.

Su ayudante entró en el despacho y anunció la llegada del secretario de Estado William Jennings Bryan y el secretario de Guerra Lindley M. Garrison.

—Señor presidente —saludó Bryan antes de sentarse en una de las butacas.

Lindley se acercó hasta Wilson y le estrechó la mano. Sus pequeños ojos brillaron detrás de las gafas redondas y el presidente le devolvió el saludo con una sonrisa.

—Caballeros, los hechos de los que vamos a hablar son muy graves. El hundimiento del Lusitania supone una clara provocación —dijo el presidente.

—Alemania no quiere que entremos en guerra contra ella, pero sabe que el Imperio británico no puede sobrevivir sin nuestros suministros. Además, me temo que los alemanes saben que no estamos preparados para entrar en guerra contra ellos —dijo Bryan.

—Secretario de Estado, nuestro ejército puede intervenir cuando lo desee. Hace menos de un año invadimos México con un rotundo éxito —dijo el presidente.

—No podemos comparar la capacidad militar de México con la de Estados Unidos —dijo el secretario de Estado Bryan.

—Por eso he propuesto al Congreso la instauración del servicio militar obligatorio —dijo el presidente.

—Con respecto a eso —dijo Lindley—, la mayoría del Congreso se opone. Movilizar a millones de norteamericanos está en contra de los valores republicanos…

—Lindley, conozco su postura con respecto a este asunto, pero no podemos tener un ejército de ciento cuarenta mil hombres. Necesitamos movilizar como mínimo a un millón.

—Presidente, no podemos armar a un millón de hombres. Nuestra industria armamentística no está preparada. Necesitaríamos dos años para formar un ejército tan numeroso.

—¿Cómo vamos a cambiar la situación con el Congreso en contra y las elecciones en menos de un año? —pregunto Lindley.

—Por primera vez, los norteamericanos se han posicionado a favor de la guerra. En menos de seis meses tendremos a la opinión pública de nuestra parte —dijo el presidente Wilson.

—El problema es que si nos posicionamos a favor de la guerra no ganaremos las elecciones —dijo Bryan.

—No estoy tan seguro de eso —comentó el presidente.

—Nuestra política debe concentrarse en Latinoamérica. Nuestros servicios secretos nos han informado que los mexicanos pueden intentar algo en la frontera —dijo Bryan.

—¿Qué pueden hacer? Están divididos e inmersos en una guerra civil —dijo el presidente.

—Pero con dinero y armamento alemán los mexicanos podrían hacernos mucho daño en el sur. No tenemos suficientes efectivos en la frontera —dijo Lindley.

El presidente se quedó pensativo. La política realista de sus secretarios chocaba frontalmente con su pensamiento idealista.

—Ordene que se refuercen los efectivos militares en la frontera con México.

—Sí, señor presidente —contestó el secretario de Guerra Lindley.

—Tendremos que acelerar la maquinaria de guerra. Destinaremos fondos adicionales para rearmarnos, seguiremos dando pasos para la creación de un ejército nacional fuerte.

—Entonces, ¿no entraremos en la guerra? —preguntó Bryan.

—Por ahora no, secretario, por ahora no.