Londres, 8 de mayo de 1915
—¿Cuándo saldremos para México? —preguntó uno de los hombres.
Maldonado hizo oídos sordos a su camarada e intentó concentrarse en la partida de damas.
—Yo no aguanto más tiempo encerrado entre cuatro paredes, además este clima me está matando. ¿Cuántos días hace que no sale el sol?
—¡Cállate, maldito bastardo! Aquí estoy yo al mando y sabes lo que soy capaz de hacer con insubordinados como tú.
El hombre se acercó a su sargento y clavó en él sus ojos marrones. Maldonado le devolvió la mirada y sacó su revólver de uno de los bolsillos de la chaqueta.
—Maldito indígena…
El sonido de los pasos del general Buendía relajó inmediatamente el ambiente.
—¿Qué sucede aquí, señores?
—Nada general, este malnacido tiene prisa por regresar a casa.
—Ya queda poco, no podemos volver hasta que logremos eliminar al testigo, no debemos dejar ni rastro de nuestra presencia aquí. ¿Entendido?
—Sí, general.
El general Buendía acarició su bigote negro y se dirigió a la otra sala. La humedad del puerto le calaba los huesos, pero aquél era el único lugar seguro donde podían guarecerse. Muy cerca de allí, su barco atracado esperaba la orden para regresar a México. Aunque las preocupaciones del general Buendía eran cómo entrar en Scotland Yard y deshacerse del imbécil que se había dejado atrapar por ese negro y por el hombre del pelo blanco.
El general Buendía se acercó a los cristales sucios y observó el cielo encapotado de Londres y los barcos que incesantemente circulaban por el Támesis día y noche. Aquél era el tipo de progreso que quería para México, pero mientras su enemigo los Estados Unidos, siguiera controlando la vida de su país, todo aquello sería imposible.