Londres, 8 de mayo de 1915
El timbre de la puerta sonó insistente en la residencia de Hércules y sus amigos. Habían alquilado una casa próxima a Hyde Park, a pesar de que Lincoln odiaba vivir en el centro de Londres. Durante todos aquellos años habían vivido en muchas ciudades: Madrid, Lisboa, Viena, Sarajevo, el Cairo y Atenas, pero sus continuos viajes no les habían permitido pasar mucho tiempo en ninguna de ellas. Lincoln prefería una pequeña villa a las afueras de la City, pero Hércules era un amante de las grandes urbes.
Uno de los sirvientes se aproximó a la biblioteca y entregó un sobre a Hércules. Sin mirarlo, lo depositó encima de la mesa y continuó leyendo el periódico.
—¿Qué dice del Lusitania? —preguntó Lincoln desde el sofá.
—Es terrible, al parecer un submarino hundió el barco. Han muerto casi dos mil personas —dijo Hércules.
—Es evidente que la caballerosidad ya no existe.
Hércules levantó la vista del periódico y con una mueca irónica se dirigió a su amigo.
—Es usted un ingenuo incorregible. ¿Ha olvidado lo que pasó en Cuba hace diecisiete años?
—¿Cómo podría olvidarlo? —contestó molesto Lincoln.
—Allí el general Weyler masacró a cientos de hombres, mujeres y niños inocentes —dijo Hércules recordando su etapa en Cuba.
—Conozco perfectamente la naturaleza humana. No olvide que soy yo el que siempre le dice que el hombre es malo por naturaleza, mientras que usted se empeña en creer que es bueno.
—No quiero entrar en una discusión filosófica —dijo Hércules abriendo la nota que tenía sobre el escritorio. Después la leyó en silencio, mientras Lincoln le miraba expectante.
—¿De qué se trata? —preguntó Lincoln impaciente.
—Una invitación. Al parecer Scotland Yard quiere que colaboremos con ellos, necesitan alguien que hable español para interrogar al sospechoso del robo de ayer.
—¿Scotland Yard? —preguntó Lincoln sorprendido.
—Sí.
—Le aseguro, querido Hércules, que la Policía Metropolitana de Nueva York, a la que pertenecí durante cinco años, superaba a Scotland Yard en todo.
—Creía que la humildad era una virtud cristiana —bromeó Hércules.
—También lo es la sabiduría —remedó Lincoln. Los dos amigos sonrieron y se prepararon para visitar las oficinas de la policía de Londres antes de la hora del almuerzo.