Irapuato (Guanajuato, México), 7 de mayo de 1915
Pancho Villa salió del edificio y se aproximó al pequeño parque frente a la iglesia. Aquella pequeña quinta bien cuidada había sido su cuartel general durante las últimas semanas, pero su derrota frente a los constitucionalistas en Celaya lo obligaba a replegarse hacia el norte, junto a la frontera norteamericana.
La batalla de Celaya había sido una verdadera sangría en cuanto a hombres y material. Las tropas del general Obregón habían resistido los envites de su caballería una y otra vez. Aquel maldito perro al servicio de los gringos debía tener asesoramiento militar, no era normal que resistiera de esa manera a la mejor caballería de América.
Pancho Villa se sentó en uno de los bancos, apoyó los brazos en el respaldo y echó la cabeza hacia atrás. Uno de sus lugartenientes se aproximó hasta él, pero no se atrevió a abrir la boca. Conocía a su jefe, podía ordenar que le fusilaran si le causaba alguna molestia.
—Ramírez, ¿qué sabemos del general Obregón? —preguntó Pancho Villa con los ojos cerrados.
—Se aproxima. Deberíamos ir hacia el norte hoy mismo.
—¿Hoy mismo? Prefiero quedarme esta noche aquí. Mañana saldremos hacia nuestras bases en el norte.
—Pero, Pancho, el general Obregón puede cerrarnos el paso. Los hombres están agotados, las municiones son escasas y los constitucionalistas nos acosarán hasta que lleguemos al norte.
—El viejo zorro de Carranza nos engañó a todos. En esta maldita revolución no se puede confiar en nadie —dijo Pancho Villa resignado.
—Entonces, Pancho…
—Nos marcharemos mañana, al carajo con Obregón y la madre que lo parió. Nadie me hace huir como un perro con el rabo entre las piernas. Soy Pancho Villa.