—Baneen y ese otro duende… —empezó Rita mientras pedaleaban de regreso a casa.
—O’Rigami —dijo Rolf—. Es el Gran Ingeniero.
—¿Ah, sí? —exclamó Rita—. ¿Qué te decían de él y Baneen poco antes de que nos marchásemos?
—De los planos —contestó Rolf, siempre sumido en sus propios pensamientos—. No sé por qué no pueden robarse ellos los planos en lugar de dejármelo todo a mí.
—¿Quieren que robes un plano? —exclamó Rita—. ¿Un plano de qué?
—Del sistema de sostén vital de la espacionave —repuso Rolf—. Les dije que no podía. Aun cuando lograra introducirme en la oficina de papá, y aun cuando pudiera encontrar los planos, no reconocería cuál es el que corresponde aunque lo viese. Voy a conseguirles en cambio un póster.
—¿Un póster?
—Claro —la miró Rolf sin dejar de pedalear—. ¿Recuerdas ese póster mural que conseguí en el Centro de Visitantes a Cabo Kennedy, en mayo pasado? El que detrás tiene un diagrama que muestra cómo son los controles de la espacionave.
—Pero eso no es lo mismo que un plano —objetó Rita.
—Lo sé, pero creo que para los duendes no hay tanta diferencia. —Rolf rememoró cómo se lo había explicado todo O’Rigami—. Lo único que hace falta es que O’Rigami toque la Viltud Especial…
—¿La qué? —inquirió Rita.
—La Viltud Especial…
—Hablas como con acento japonés.
—Es acento de duendes —respondió melancólicamente Rolf—. Por lo menos uno de ellos. Me refería a la «Virtud Especial» de un objeto. Dice O’Rigami que le basta con hacer que la Virtud Especial de la espacionave toque el Dispositivo Mágico… o sea la cometa espacial. Lo único que espero es que en mi póster haya La Virtud Especial adecuada. —Meneó la cabeza—. La magia de los duendes no funciona como nuestra ciencia.
—No lo entiendo —declaró Rita.
—Yo tampoco —admitió Rolf—. Como quiera que sea, ojalá el póster funcione tan bien como los mapas para O’Rigami. Pero eso es lo más fácil. Lo que me preocupa es llegar a la torre de lanzamiento. Tengo que hacerlo esta noche.
Mister Sheperton, que venía trotando entre las dos bicicletas, masculló:
—Todos estos disparates de los duendes son puras payasadas.
Rolf miró ceñudo al perro y luego de nuevo a Rita.
—Por eso tienes que ayudarme…
—¿Yo?
—Bueno —insistió Rolf—, no puedo entrar en el Centro Espacial y llegar a la torre de lanzamiento yo solo. Tu papá examina todas las noches a los soldados que custodian las entradas. Si fueras allá porque quieres hablar con él, pensaba yo que tal vez puedas distraerlo mientras yo me introduzco a hurtadillas…
—¡Rolf! —exclamó Rita, evidentemente alterada—. No podría hacerlo.
—Entonces estamos perdidos.
—Estamos no. Estás —repuso la joven con cierta frialdad.
—Me refiero a todos nosotros: los duendes, el programa espacial, todo.
Rita volvió a mirarlo extrañada. Rolf sintió que sus ojos lo indagaban mientras él pedaleaba derecho camino abajo, hacia el sol poniente.
—¿Por qué dices el programa espacial y… todo? —inquirió ella por fin.
—Porque —repuso él, mirándola otra vez— creo que Lugh puede realmente impedir que el cohete despegue si quiere hacerlo. Papá siempre habla de los millones de elementos que hay en cada cohete, y cómo cada uno tiene que funcionar bien. Si Lugh puede impedir que funcionen aunque sea algunos de ellos, los importantes, no sucedería nada. ¡O acaso estalle el cohete entero!
—¡No sería capaz de hacer eso! ¿O sí?
Rolf se encogió de hombros.
—Tiene muy mal genio. Lo vi demoler una topadora… ¡pumba!, así no más.
Rita asintió con la cabeza.
—Si el cohete no sube… o si estalla… eso causaría problemas para todo el programa espacial, de eso no hay duda.
—Tú lo has dicho —asintió Rolf.
—Yo… bueno, ¿y de qué servirá que llegues a la torre de lanzamiento?
—Tengo que unir la cometa a la espacionave —replicó Rolf.
Durante largo rato, Rita nada dijo.
—No sé… —contestó por fin—. Para empezar, ¿por qué te pusiste a ayudarlos?
Lo miró de manera penetrante. Él siguió su marcha durante unos segundos, mirando el camino con expresión ceñuda.
—Baneen me dijo que yo podía tener un Gran Deseo… lo mismo, según creo, que se obtiene al extraer de su vaina ese Sacacorchos de ellos. Les pedí que limpiaran toda la contaminación y protegieran la ecología, y él me dio su palabra de Baneen de que lo harían tan pronto como yo los hubiera ayudado.
—¿Le pediste su palabra de duende? —quiso saber Rita.
Rolf meneó la cabeza.
—Entonces no sabía lo de la palabra de duende. Supongo que debí hacerlo —repuso.
—Mejor, hazlo ahora.
—Quizá. Aunque… —vaciló—. Sabes, cuanto más lo pienso más creo que los duendes no pueden hacerlo. Tal vez debí haberlo sospechado cuando Baneen aceptó sin más ni más…
—¿Que no pueden? —preguntó ella, mirándolo mientras avanzaban.
—Realmente no —gruñó él—. ¿Cómo podrían? Limpiar toda la contaminación ambiental del mundo es una tarea demasiado grande, para empezar. Y aunque lograran limpiarla, ¿cómo podrían proteger el ambiente desde ahora sin quedarse en su puesto? Otra cosa, si podían hacer todo eso, ¿cómo es que no lo han hecho ya por cuenta propia? —meneó la cabeza al continuar—. No, cuanto más lo pienso, el único modo de que pueda hacerse algo tan difícil sería trabajando juntos todos los humanos y todos los duendes.
—Entonces, tendrás que pedir eso —dijo Rita.
—Imposible. No puedo obligarlos a prometer que se queden aquí como precio para ayudarlos a irse. No pueden hacer ambas cosas al mismo tiempo.
—Rolf —dijo ella brusca y enérgicamente—, ¡lo que dices no tiene sentido! Si piensas eso, ¿por qué los estás ayudando?
—Creo… —repuso con lentitud— creo que es porque supongo que ellos tienen derecho a volver a su país… tal como los animales de aquí, del Refugio, tienen derecho a vivir sin ser cazados y los pelícanos pardos tienen derecho a que la contaminación con DDT no debilite las cáscaras de sus huevos.
Siguieron andando un rato en silencio.
—Está bien —dijo Rita poco después—. Te ayudaré.
Rolf levantó la cabeza.
—Magnífico —dijo.
—¡Terrible! —protestó Mister Sheperton.
A las siete y media de esa noche, Rolf y Shep esperaban cerca de la Entrada Número Tres del Centro Espacial. Rolf estaba montado en su bicicleta, mientras que Baneen flotaba a su lado a poca altura del suelo. Eran todos invisibles… menos la bicicleta de Rolf.
—Y… y lo que no entiendo —decía Rolf a Baneen—, es por qué no puedes mantenerme invisible cuando pase la entrada. Bastaría con que entrases conmigo.
—Hijo, hijo —declaró tristemente Baneen—, escucha, y ¡cómo voy a explicarte los terribles misterios y demás de la magia duende, esa que los duendes han tardado años en elaborar; y tú querrías respuesta para todas las preguntas que se te ocurrieran al respecto!
—Terrible… —murmuró Shep, agregando algo en voz tan baja que no se le entendió.
—De paso sea dicho —agregó Baneen—, bajo el camino, en la entrada, hay un cable de metal con hierro suficiente para impedir que entre un duende. Para un duende, cruzar hierro frío es algo parecido a recibir una descarga eléctrica para un ser humano. Es terriblemente dañino.
—Podrías dar la vuelta a la entrada —sugirió Rolf.
—Bueno, es que en todo el Centro Espacial hay objetos y fragmentos de hierro… o de acero, si quieres; quién sabe cuándo puede tropezarse con él un duende y es tan incómodo. Es por eso que, aunque estamos ansiosos por ver de nuevo los bellos cielos despejados de Duendia, se ha decidido que esperemos a salvo en nuestra Cañada hasta la hora del lanzamiento, y entonces, con la magia, trasladarnos directamente a la protección de la cometa espacial que tú habrás fijado ya al cohete…
Se interrumpió bruscamente. Rita acababa de llegar en bicicleta, saliendo de la oscuridad a las luces de la entrada, y había desmontado para hablar con el guardia que la vigilaba.
—Hola Tom —su voz les llegó con claridad a los oídos desde menos de diez metros de distancia—. ¿Ya anduvo por aquí mi papá?
—Todavía no, Rita —contestó el guardia—. ¿Qué pasa?
—Oh, nada… tan solo quería preguntarle si una amiga mía se podía quedar en casa durante el fin de semana. Sus padres tienen que ausentarse y… —siguió parloteando Rita.
—Qué gran muchacha, por cierto —dijo, Baneen afectuosamente.
—¡Claro que lo es! —comentó Shep con enojo—. ¡Y no gracias a las corruptoras influencias de los duendes!
—Vamos ¿te parece amable decir eso…? —Baneen volvió a interrumpirse.
Un blanco automóvil de vigilancia del Centro Espacial llegaba a la entrada, del lado de adentro. Se detuvo y de él bajó el padre de Rita.
—¡Rita! —exclamó al verla—. ¿Qué haces aquí?
Y se aproximó a la entrada, yendo hacia el guardia y su hija.
—Papá, me dijo mamá que te lo preguntara —dijo enérgicamente Rita—. ¿Conoces a Ginny Magruder? Pues sus padres se van a Nueva Orleáns por tres días, para la boda de una prima de ella, y Ginny no quiere ir porque solo habrá gente mayor y de todos modos no simpatiza con esos primos. Por eso le dije que viniera a quedarse conmigo el fin de semana y se puso muy contenta… la hubiera visto. Bueno, ella dijo que tendría que preguntar a sus padres, y así lo hizo, y ellos dijeron que sí.
—¡Adelante, muchacho! —susurró Baneen—. Ahora, mientras los dos están todavía escuchándola. El perro y yo te esperaremos aquí dentro de una hora y media.
—No veo por qué no podría yo… —empezó a rezongar Shep.
—No. Quédate aquí —contestó Rolf. En una misión como esa no quería tener que preocuparse más que por sí mismo. Saltó sobre su bicicleta y en ese momento recordó algo. Se volvió hacia Baneen—. Todavía no tengo la cometa espacial…
—¡Anda, muchacho! ¡Anda! —susurró Baneen, dándole a la bicicleta de Rolf un empujón que, aunque leve, hizo girar las ruedas de modo que el muchacho llevó automáticamente los pies a los pedales.
—¡Busca en tu bolsillo de atrás cuando llegues al cohete! —oyó que Baneen susurraba detrás de él.
Luego traspuso la entrada y fue repentinamente visible.
Pero tanto el guardia como el padre de Rita le daban la espalda. Furiosamente, Rolf empezó a pedalear camino abajo hacia la alta silueta del cohete lejano, enfocada por los reflectores, iluminada de acuerdo con la costumbre la noche anterior al lanzamiento.
De todas las entradas al Centro Espacial, la Número Doce era la más cercana a la plataforma de lanzamiento del cohete. Pero aun así, quedaba a varios kilómetros de distancia y Rolf, pedaleando con ahínco, tardó unos veinte minutos en llegar a ella. Al acercarse a la zona enfocada por los reflectores disminuyó la velocidad y finalmente se detuvo, fuera del alcance de las luces que iluminaban la plataforma y el mismo cohete casi como si fuera de día. Ocultó su bicicleta entre las matas, junto al camino, y lentamente pasó detrás de un reflector para internarse en la sombra. Oculto en ella escrutó la zona de lanzamiento buscando indicios de guardias.
Pensó que «tenía» que haber guardias… y los había. Después de observar unos minutos localizó a dos de ellos: uno sentado en uno de los blancos automóviles de vigilancia; otro efectuando una ronda regular de la plataforma y el cohete, pasando por la parte superior de la misma plataforma. Poco después Rolf vio que el automóvil de vigilancia se ponía en marcha y se alejaba llevándose consigo a uno de los guardias.
El otro estaba ahora del otro lado de la plataforma de lanzamiento, de modo que Rolf no lo veía y tampoco él a Rolf. El muchacho se adelantó a la luz e inició el largo ascenso de la rampa que conducía a la plataforma de lanzamiento.
Estaba demasiado arriba para ir corriendo. Rolf avanzó lo más rápido que se lo permitía el declive y llegó a lo alto de la plataforma sin ser visto. Siendo hijo de quien era, había absorbido conocimiento suficiente sobre lanzamientos como para abrirse paso sin dificultad hasta el ascensor primario de servicio. El ascensor primario era una jaula de barrotes metálicos, tan juntos que impedían la entrada de casi toda la luz externa proveniente de los reflectores. Rolf no se atrevió a encender la luz del techo del ascensor, cuya presencia conocía. A tientas llegó al tablero de control, oprimió el botón de subida y la jaula se elevó.
Condujo el ascensor al punto de transbordo, unos veintidós metros por sobre la superficie de la plataforma; luego, lo cambió por la estrecha pasarela que le permitió llegar al segundo ascensor de la torre de lanzamiento. Este otro ascensor era una jaula más abierta, lo cual le permitió ver debajo de él la plataforma, mientras se elevaba. Mirando abajo vio la figura en escorzo del primer guardia, que volvía a la superficie llana de la plataforma y miraba a su alrededor.
Rolf tragó saliva; pero ya no había tiempo de pensar en el guardia. Con el ascensor fue al nivel más alto, salió y cruzó otra estrecha pasarela que lo condujo directamente a la espacionave misma, posada en lo alto de los tres altos segmentos que eran los tanques correspondientes a las etapas del cohete, llenos de combustible.
Llegado a la espacionave, tocó su liso costado de metal. «Es hermoso —pensó—; como una obra de arte». Y ahora la cometa espacial de los duendes… Llevó la mano al bolsillo de atrás.
Por un instante creyó que allí no había nada y la respiración se le detuvo en el pecho. Luego, tocó un pequeño objeto como de papel y lo sacó. A la luz proveniente de abajo, lo contempló. Era la cometa espacial, sin duda, pero ahora tan pequeña como el cisne de papel que O’Rigami había plegado para él cuando conoció al Gran Ingeniero de los duendes.
Sin poder casi creer que esta podía ser en verdad la cometa que había visto antes, se estiró y la apretó contra la superficie externa de la espacionave.
Hubo algo así como un «¡puf!» silencioso. La diminuta forma comenzó a henchirse con rapidez cada vez mayor. No tardó en ser tan grande como la mano de Rolf, tan grande como una pelota de basket, tan grande como…
El pánico había brotado en Rolf cuando el objeto comenzó súbitamente a aumentar de tamaño y su visibilidad empezó de pronto a disminuir. Por primera vez advirtió que al agrandarse, la cometa se volvía también más diáfana, hasta que pudo empezar a ver a través de ella… más aún: hasta que finalmente la cometa se esfumó, tomándose invisible. Rolf se quedó mirando una espacionave que parecía no tener absolutamente nada adherido.
¡Así que ese era el secreto de la cometa espacial! Podía haber imaginado que los duendes habrían ideado algún modo de evitar que su vehículo espacial fuese advertido por los astronautas humanos que por la mañana subirían a bordo de la espacionave metálica. Sin perder más tiempo se volvió y se encaminó deprisa hacia el ascensor secundario, para iniciar su descenso.
Llegado al punto de transbordo, pasó al ascensor primario. Este lo condujo hacia abajo con todo el silencio de un equipo eléctrico que funcionaba a la perfección. Cuando el ascensor llegó abajo y la puerta se abrió automáticamente, Rolf había olvidado casi al guardia.
—¿Quién anda ahí? —se oyó una voz afuera—. ¿Qué pasa aquí?
Un segundo más tarde, el brillante rayo de luz de una linterna penetraba por la puerta abierta del ascensor y se oían pasos apresurados que se acercaban.
Rolf se encogió en un rincón del ascensor, mientras el corazón le golpeaba el pecho como el de un conejo silvestre atrapado. Si tan solo hubiera sabido algo de magia duende… al menos lo suficiente para hacerse invisible. No podía salir sino por la puerta abierta del ascensor, y el guardia venía derecho hacia ella. En un instante sería descubierto, y entonces…
El guardia irrumpió en el ascensor, pasando junto a Rolf a la carrera.
—¿Quién hay aquí? —gritaba—. ¿Quién…?
Y empezó a darse vuelta. No había posibilidad alguna de esquivarlo sin ser visto. Desesperado, Rolf tartamudeó lo primero que se le ocurrió.
—¡Que la Grande y Atronadora Maldición de Duendia caiga sobre ti! —tartamudeó en voz alta.
—Qué… ¡aaaaCHUS! —estalló el guardia, volviéndose. Su linterna oscilaba del piso al techo, fuera de control, mientras él prorrumpía en una serie de estornudos descomunales—. Quién dijo… ¡ACHús! Ach…
Rolf no se detuvo a contestarle. Escabulléndose junto al hombre cegado por los estornudos, emprendió el cruce de la plataforma y bajó el declive en busca de su bicicleta, mientras los ecos de unos estornudos desgarradores llegaban a él entre la noche iluminada por reflectores.
Después de haber escapado por tan poco, no fue casi nada aguardar un momento a que el guardia de la Entrada Número Doce le diera la espalda para escabullirse a su lado y verse libre en el Refugio de Vida Natural, donde Shep y Baneen lo esperaban con la invisibilidad que los protegería en el camino de regreso a casa.