—Quisiera que hoy te quedes cerca de casa —dijo la señora Gunnarson a Rolf mientras este desayunaba.
El padre de Rolf no había vuelto a casa. Se quedaría en el Centro Espacial durante las treinta y seis horas finales de cuenta regresiva.
—Ay, mamá —dijo Rolf entre cucharadas de cereal—. Por aquí no hay nada que hacer. Todos los demás muchachos me van a fastidiar con lo de papá por televisión y lo de que es Director de Lanzamiento…
Su madre lo miró de manera penetrante.
—¿Eso hacen? —preguntó—. ¿Fastidiarte?
Rolf clavó la vista en el cereal.
—Tú no sabes lo que es cuando tu padre… —murmuró, dejando la frase en el aire.
—Realmente deberías tratar de entenderte con los demás muchachos —declaró ella—. Ya que estamos, deberías aprender a llevarte mejor con tu padre.
—No le hago falta —masculló Rolf por lo bajo, dirigiéndose al cereal.
—¿Qué?
—Nada —Rolf se apartó de la mesa de la cocina y se puso de pie—. Voy al Refugio de Vida Natural. ¿Puedes prepararme dos o tres sandwiches?
—Aguarda un momento —dijo su madre, y él se detuvo a regañadientes—. En este momento tu padre está agotado con su trabajo… tal como yo estoy agotada con la beba. Pero tú eres lo bastante grande como para hacerte cargo de parte de la responsabilidad familiar, al menos por un tiempo. Pronto terminará el lanzamiento y tu padre dijo, sí, que quizá entonces tenga una agradable sorpresa para todos nosotros. Sin duda podrás ocuparte de algunas cosas, incluyéndote a ti mismo, hasta que ese momento llegue.
—Sí, claro —gruñó Rolf.
—Pues bien. Puedes empezar preparándote tus propios sandwiches y limpiando la mesa del desayuno…
Y dicho esto, la señora Gunnarson salió de la colina.
Rolf limpió la mesa y puso los platos en la máquina de lavar. Después preparó cuatro sandwiches, tomó una botella de plástico llena de jugo de naranja y metió todo eso en la pequeña mochila, detrás del asiento de su bicicleta. Con un silbido llamó a Mister Sheperton y empezó a pedalear calle abajo, rumbo a la casa de Rita. La encontró ya sentada en el sombreado porche, ante la vieja casa.
—¿Quieres conocer a Lugh? —le preguntó Rolf deteniendo su bicicleta en la base de los escalones delanteros.
A Rita se le dilataron los ojos.
—¿Puedo?
—Claro que sí.
Ella abandonó de un salto su silla y entró corriendo en la casa. En dos minutos exactos volvió a salir aferrando en una mano un pequeño estuche con el almuerzo.
Juntos se dirigieron en bicicleta hacia Playalinda, mientras Mister Sheperton trotaba pesadamente al lado de ellos y la brisa marina empujaba unas esponjosas nubes blancas a través del brillante cielo azul. Era como en otros tiempos, antes de que el lanzamiento y los duendes complicaran tanto la vida de Rolf.
Salvo que Mister Sheperton no dijo una palabra a Rolf en todo el trayecto hasta la playa. Ni siquiera ladró. Y se mantuvo junto a la bicicleta de Rita, del lado opuesto a Rolf.
«Está ofendido conmigo», comprendió Rolf.
—Cuando te lastimaste la pierna zambulléndote desde el trampolín más alto —le gritó Rita, elevando la voz como para ser oída pese al silbar del viento—, ¿por qué intentaste esa zambullida? Nunca te habías arrojado antes desde el trampolín más alto.
Rolf se encogió de hombros.
—Tenía que enseñarle a la gente. Los demás me llamaban gallina…
—No es cierto —dijo Rita—. Yo estaba presente y los oí. Hubo muchas bromas pesadas, pero nadie te llamó gallina.
Rolf sintió que se le enrojecía la cara.
—Pues… creo que me estaba fastidiando con ellos por alardear delante de ustedes, las chicas. No quería ser excluido. Ellos siempre me llamaban chiquitín y me molestaban. Y tú los estabas mirando y no quise que me creyeras un gallina.
—Oh, Rolf —dijo ella sacudiendo la cabeza—, qué tontos son los muchachos. ¿Por qué iba yo a creerte gallina? Te conozco de toda la vida y sé que no lo eres. Tal vez un poco tonto a veces…
Rio y Rolf descubrió que estaba riendo con ella.
—Creo que solo quería hacerte pensar que yo era tan grande como cualquiera de los muchachos. Tan importante como cualquiera de ellos.
Ella se puso seria de nuevo.
—¿Por eso estás ayudando a los duendes? ¿Para que te ayuden a sentirte importante?
—Sí… no… —Rolf se sentía confuso—. Oh, no sé. Ni siquiera sé con certeza cómo me metí en esto.
Baneen no los esperó antes de que llegaran a la Cañada, como de costumbre. Lo cierto es que ambos llegaron a la mismísima Cañada antes de que los duendes les prestaran alguna clase de atención. Cuando llegaron a la orilla de la Cañada vieron por qué. Todo el trabajo parecía haberse interrumpido y todos los duendes miraban un rincón de la Cañada que parecía estar oscurecido por una nube de humo verde. Rolf, curioso, fue hacia el humo, seguido por Rita y Mister Sheperton. Al acercarse oyó voces que provenían de él. Específicamente oyó la voz de Baneen que, en tono agudo y sarcástico, decía:
—… Ah, ¿así que redonda, no? ¿Un universo redondo? Y ¿qué pasa con la magia cuando estás del lado de abajo, puedo inquirir? ¿Todo queda cabeza abajo, verdad? ¿Y todos los hechizos al revés?
—No señol —siseó la voz de O’Rigami.
Rolf, con Rita y Mister Sheperton, se abrió paso a través del humo verde hasta encontrar un espacio despejado, en cuyo interior O’Rigami y Baneen se enfrentaban separados por unos dos metros de distancia. O’Rigami prosiguió:
—Siendo ledondo, todos lugales en univelso idénticos. ¡Hechizos siemple igual!
—Ah, por favor, y ¿tú crees realmente tales disparates? —preguntó Baneen con el mismo sarcasmo—. Sin duda tendrás fiebre. He advertido que hoy no tienes buen aspecto…
Mientras hablaba se pasaba las manos una sobre otra, y O’Rigami cambió su verde color normal de duende por un vívido castaño rojizo a cuadros.
—¡Estoy en pelfecta folma y colol! —exclamó secamente O’Rigami, mientras bruscamente se ponía verde otra vez. Sus dedos centellearon, y un trozo de papel que había aparecido de la nada tomó repentinamente la forma de una fuente de jardín en miniatura—. Y también entiendo más del univelso que atlas que quizá sean todavía demasiado ignolantes…
La fuente lanzó de pronto un fino chorro de agua que describió un arco en el aire hacia adelante y luego descendió en brusca curva para rociar generosamente a Baneen detrás de sus puntiagudas orejas de duende.
Baneen lanzó un chillido y esquivó. Súbitamente se convirtió en un cocodrilo que acometió contra O’Rigami con las fauces abiertas, bebiéndose el agua de la fuente al caer.
Los veloces dedos de O’Rigami confeccionaron repentinamente una capa de torero español con la cual ejecutó a la perfección ese pase denominado «verónica». Totalmente engañado por la capa el cocodrilo pasó estruendosamente de largo, descubrió que no tenía a nadie delante y giró sobre sí mismo. Pero O’Rigami ya se había envuelto en un castillo medieval de piedra completo y se ocultaba en él.
El cocodrilo se convirtió de pronto en un tejón que avanzó de un salto y empezó a perforar en la tierra un túnel donde se perdió de vista rumbo al castillo. El castillo se levantó sobre dos flacas piernas verdes y se apartó a la carrera. Se desplegó y súbitamente desapareció, revelando a O’Rigami, cuyos veloces dedos tejieron una red de pescar en el aire, donde inicialmente había estado el castillo.
El tejón salió atravesando la tierra donde antes estaba el castillo. La red cayó sobre él, enredándolo en sus pliegues. Y bruscamente el tejón volvió a convertirse en Baneen, atrapado en la trama.
—¡Socorro! —gritaba el pequeño duende—. ¡Socorro! ¡Vamos, O’Rigami, ayúdame! ¡Déjame salir de aquí!
—Solo —respondió severamente O’Rigami— a condición de que no insistas más en ese dispalate de que el univelso es chato.
—Lo prometo. ¡Claro que lo prometo! ¡Palabra de Baneen!
—¡Nada de eso! —exclamó O’Rigami—. Es la catolce mil quinientos undécima vez que te vienes con mismo algumento. No quielo volvel a tenel que discutil contigo nunca más. Dame tu palabla de duende… ¡O te quedas en esa led pol un millón de años más!
—¡Ah, no! —rogó Baneen—. ¡Eso no! O’Rigami, amigo de mi juventud…
—¡Tu palabla de duende o te quedas ahí! —dijo implacablemente O’Rigami, cruzándose de brazos.
Baneen suspiró y agachó la cabeza dentro de la red.
—Está bien —repuso mohíno—. Mi palabra de duende… ¡en adelante aceptaré que el mundo es redondo!
O’Rigami agitó las manos y la red desapareció. Baneen se incorporó sacudiéndose el polvo, pero con expresión de enojo.
—Ah —exclamó— sí que es terrible esto de que un duende auténtico exija a otro la Promesa Inviolable. Pesadillas tenga tu cruel espíritu, O’Rigami, y que te atormente la conciencia por lo que le hiciste a un viejo amigo…
En ese preciso instante advirtió la presencia de Rolf y los demás, que lo observaban, y su enfurruñada expresión se trasformó en sonrisa.
—¡Pero aquí está el muchacho y la muchacha también, para no mencionar a Mister Sheperton! —exclamó Baneen—. Bienvenida a nuestra humilde morada, bellísima joven. Complacidos estamos de que hayas venido a visitarnos…
Los ojos de Rita brillaban como los de un niño la mañana de Navidad.
—¿Cómo sabías que yo iba a venir? Quiero decir que no te sorprendió verme, ¿o sí?
—Claro que no. Mira, es que los duendes pueden prever el futuro… jum, aunque solo en ocasiones especiales como esta. Y solo hasta cierto punto, sabes.
—¿Prever el futuro? —repitió Rita—. ¿Pueden ustedes…?
—Ah, pero no has venido a oír mi charla, ¿verdad? —dijo Baneen—. Has venido a conocer a nuestro imperioso y terrible jefe, Lugh el de la Larga Mano, Príncipe de la Real Casa de Duendia.
Rita rio encantada.
—¡Lo sabe todo!
Pero Rolf, quién sabe por qué, no se sentía tan feliz. Baneen condujo a Rita al interior de la brumosa Cañada y Rolf los siguió de cerca.
Mister Sheperton, que caminaba junto a Rolf, murmuró:
—Los duendes sí que saben halagar a un ser humano hasta privarlo de su sensatez…
Pero parecía decírselo a sí mismo más que a Rolf.
Mientras cruzaban la Cañada, Baneen decía:
—Lugh no está aquí en este momento. Salió a observar a esos bribones intrusos en su aceitosa barca.
—¿Están otra vez? —preguntó Rolf.
—Por cierto. Ese capitán de voz chillona y sus dos feos marineros se han traído esta vez a unos cuantos negociantes. Les está mostrando el magnífico panorama que van a tener para el lanzamiento. ¡Y prometiéndoles pato silvestre asado para la cena! Lugh está allí, en la playa, protegiéndolos para que no los vean los cazadores furtivos. E hirviendo en su propio jugo, o no conozco a Lugh el de la Terrible Cólera.
—Jum —dijo Mister Sheperton.
—Por eso les aconsejo que tengan cuidado de no ser vistos por los cazadores furtivos —continuó Baneen—. Y que tengan más cuidado aún de no desencadenar la ira de Lugh. Sin duda estará de pésimo humor. Hacer magia de manera continua durante varias horas es un esfuerzo terrible, especialmente cerca de tanta agua, vean ustedes.
Y es cierto que Lugh parecía muy tenso cuando lo vieron. Y más furioso que nunca. Se hallaba de pie sobre una alta duna desde la cual se veía la playa, y tenía las mejillas hinchadas, roja la cara, los puños crispados. A veces, cuando soplaba una brisa desde el mar, llegaba a elevarse de la arena unos centímetros, como un globo, para luego descender de nuevo lentamente.
Cuando llegaron lo bastante cerca de él, Baneen lo interpeló:
—Lugh, maravilloso hacedor de magia, te he traído a unos visitantes que te ayudarán a pasar la mañana.
Volviéndose, Lugh respondió con hosquedad:
—¿Así que visitantes? Embustero, te agradeceré que vigiles un rato a esos pillos malolientes que reptan por el agua.
—Nada podría complacerme más, querido Lugh —repuso Baneen muy contento— que darte algún descanso de tus grandes tareas. Yo me ocuparé de los bribones por ti.
Y plantándose en la cima de la duna, Baneen hinchó las mejillas, apretó los puños hasta que los nudillos se le pusieron morados y adoptó un gesto ceñudo y colérico igual al de Lugh.
—Aaah… —exclamó Lugh—. Ya me siento mejor. Tú debes ser la muchacha de quien me habló Baneen. ¿Has venido en ayuda de este jovencito?
—Pues supongo que sí —respondió Rita, sentándose en la arena.
—Ja. Y menos mal que lo has hecho. Ya es casi hora de que abandonemos este asqueroso planeta, y necesitaremos toda la ayuda que podamos lograr.
—¡No es un planeta asqueroso! —replicó secamente Rita—. Es un bello planeta.
Lugh la miró ceñudo.
—¿Ah, sí? Bueno, tal vez lo haya sido antes, cuando llegamos nosotros aquí, pero hoy no. No cuando tienen a gente tan fea como esa de la barca, ensuciando el aire mismo que respiramos con sus hediondos motores y su aceitosa basura…
—¡Pues ustedes los están ayudando! —adujo Rita—. Los están protegiendo. ¿Por qué no utilizan algo de su magia de duendes para echarlos de aquí?
Rolf la miraba con ojos saltones. En cualquier instante, lo sabía, Lugh iba a explotar y convertirla en un tronco de árbol. Tendió la mano hacia el brazo de Rita.
Pero la respuesta de Lugh fue extrañamente suave, queda, hasta triste.
—Ah, muchacha, es que este no es nuestro mundo. Les pertenece a ustedes, los humanos… es el mundo que se han hecho, por así decirlo. Antes creíamos poder ayudarlos si ustedes tenían voluntad para manejar bien las cuestiones… pero resultó ser inútil, totalmente inútil.
Y se alejó a zancadas, cabizbajo.
—¿Qué quiso decir? —preguntó Rita a Baneen.
El duendecito meneó la cabeza, aunque sin apartar la mirada de los hombres a quienes debía vigilar.
—Es una triste historia, en verdad —dijo—. Y especialmente triste en la parte que concierne al mismo Lugh. Verán ustedes, fue idea suya disfrazar al Gran Sacacorchos y utilizarlo como prueba para hallar un ser humano que se preocupase más por los demás que por sí mismo. Y cuando no se pudo hallar un ser humano así, fue Lugh quien más lo sintió… aunque nunca quiso mostrar ni una señal de su pesar.
—¿Que no se pudo hallar un ser humano así? —repitió Rolf—. Sin duda hubo muchos seres humanos que se preocuparon más por los demás que por sí mismos…
—Oh, los hubo, es verdad… pero se preocupaban por otros «humanos». Todavía no se encontró nunca un humano que se preocupase más por otros «seres» que por sí mismo.
—Pero cómo es posible que un sacacorchos indique la diferencia… —empezó Rita.
—¡Ah, pero no es un sacacorchos cualquiera! —se apresuró a decir Baneen—. Es el Gran Sacacorchos de Duendia, ese símbolo de realeza entre los duendes que perteneció a Hamrod el Cruel y que el mismísimo Lugh robó al rey cuando nos trajo aquí… para desquitarse de Hamrod por todas sus burlas y tretas contra Lugh precisamente. Es que antaño… hace tanto tiempo que vuestro mundo terrestre no era sino una bola de barro caliente que se enfriaba para convertirse en un planeta… el Gran Sacacorchos era una prueba de realeza entre los duendes. Tan solo quien esgrimía más poderío y magia que cualquier otro duende podía extraerlo de su vaina. Aquel que pudiera retirar el Sacacorchos era rey de toda Duendia por derecho propio. Cada mil años, más o menos, quien era nuestro rey duende tenía que extraer el Sacacorchos para demostrar su derecho a gobernar. —Baneen hizo una pausa y suspiró profundamente antes de continuar—: Si entonces no lograba sacarlo, todos los demás duendes que quisieran probar tenían una oportunidad… hasta que uno triunfaba y ganaba el trono. Ah, pero llegó un triste año, y un triste mes y un triste día… cuando el que era entonces rey de Duendia no pudo extraer el sacacorchos… y cuando todos los demás duendes de Duendia lo intentaron también sin que ninguno lo consiguiera.
—¿Ninguno? —repitió Rolf—. Uno de ellos tuvo que haber tenido una magia algo más fuerte que los demás. Así tenía que ser.
Baneen sacudió la cabeza.
—No, muchacho —repuso—. Está claro que no comprendes los extraños y maravillosos principios de la magia. No se trata de lo fuerte que sea tu magia, sino de cuánta tienes. Cuando más grande es tu alma, más magia puedes llevar contigo. Y a través de los siglos, sin que nosotros lo advirtiéramos, nuestras almas de duendes se habían vuelto más y más pequeñas, al punto de que ni siquiera las más grandes de nuestras almas podían contener magia suficiente para permitir que su dueño extrajera de su vaina el Gran Sacacorchos.
—Pero si nadie pudo extraer el Gran Sacacorchos —preguntó Rita— ¿qué pasó con el reinado?
Baneen se encogió de hombros.
—¿Qué podía suceder, en verdad? —dijo—. Ya que nadie pudo extraer el Sacacorchos, este cayó en desuso como prueba de valía real. El que entonces era rey permaneció en el trono, y quienes lo sucedieron fueron cada vez más pequeños de alma hasta que al final, según se rumoreaba, Hamrod el Cruel no tenía ninguna… y lo cierto es que sus acciones parecían atestiguarlo. Pero aun así se dijo que Hamrod solía ir en secreto, de vez en cuando, a tirar del Sacacorchos en el intento de probar que era rey por derecho propio. Y fue para privarlo de esa esperanza de demostrar su realeza que Lugh robó el Sacacorchos y lo trajo aquí.
—Y entonces, ¿qué es todo eso de usar esa cosa como prueba? —gruñó Mister Sheperton—. Si nadie podía extraerlo, ¿para qué servía?
—Ah, ¡pero es que sólo no podía extraerlo ningún «duende»! —replicó Baneen—. Eso no significaba que no anduviera por allí ningún ser humano con un alma lo bastante grande como para liberarlo. A decir verdad, a Lugh hacía un tiempo que lo importunaba la conciencia respecto de nuestros derechos como duendes en este mundo de ustedes, y si acaso este no había pasado a ser nuestro mundo… una segunda Duendia, digamos… por el solo hecho de nuestra larga permanencia aquí. Y decidió que modificaríamos nuestra antigua costumbre de aislarnos, y seguiríamos a los humanos si tan solo estos podían demostrarse dignos de ser seguidos. Por eso, para averiguar si tal prueba era posible, estableció una leyenda y un lugar, y disfrazó al Sacacorchos mismo para que nadie pudiese adivinar su origen, y luego aguardó a ver qué pasaba.
—Y ¿qué pasó? —preguntó Rolf.
—¿Hace falta que lo preguntes, Rolf? —intervino Mister Sheperton—. ¿No es evidente que este bribón procura hacemos creer que la célebre espada en la piedra, de la leyenda arturiana, no era sino ese Sacacorchos de los duendes?
—Y lo era, en efecto —asintió Baneen.
—¡Qué disparates! —resopló Mister Sheperton—. ¡Así que un sacacorchos! ¡Era una espada!
—Pero… —dijo Rolf—. El rey Arturo extrajo la espada de la piedra y por ello fue coronado rey de Inglaterra…
—Lo hizo y lo fue. Pero no pudo extraer la hoja sino con ayuda de duendes… aunque ni siquiera él lo sospechó —repuso Baneen—. Sucedió que cuando el joven Arturo tuvo ocasión de tratar de zafar la espada, casi todo aquel que en Inglaterra tenía alguna posibilidad de ser aceptado como rey si la sacaba, ya lo había intentado y había fracasado. Y bien, Arturo era muy grande de alma… pero no lo suficiente por el ancho de un ala de libélula, como sabemos todos los duendes. Sucedió entonces que algunos de nosotros fuimos a rogarle a Lugh, y Lugh consintió, que nos introdujésemos invisiblemente en la piedra para empujar mientras Arturo tiraba… y así salió la espada.
—¡Hurrah! —aclamó Mister Sheperton.
—Ah, pero como recordarán, todo terminó muy mal —continuó Baneen—. Arturo prosperó un tiempo y trajo justicia a su reino. Pero ustedes recuerdan cómo acabó su reinado… los caballeros de la Mesa Redonda todos divididos entre sí, con Lancelote de un lado y Arturo del otro, de modo que todo retrocedió de nuevo al salvajismo y a la barbarie.
Hubo un momento de silencio.
—Me gustaría tratar de extraer ese Sacacorchos —dijo Rolf pensativo.
Mientras hablaba, Baneen había seguido vigilando la embarcación, con los puños crispados a los costados. Al hacerlo se había elevado gradualmente del suelo. Ahora tendió una mano hacia abajo para hacer un breve pase en el aire ante Rolf. Hubo un resplandor y algo cobró forma. Aunque no era fácil verlo con claridad, era algo así como un enorme mango de hueso unido a una cosa metálica envuelta y enfundada en luz.
—Inténtalo pues, muchacho —dijo pesadamente Baneen—. Nada malo puede salir de ello… aunque tampoco nada bueno.
Rolf vaciló un segundo; luego aferró el mango con ambas manos y tiró. Aunque redobló sus esfuerzos, el mango no se movió.
—¿Ves? —dijo melancólicamente Baneen. Hizo un ademán y el Gran Sacacorchos volvió a desaparecer—. Si hubieras logrado sacarlo, podrías haber emplazado a la Casa de Lugh el de la Larga Mano, y al mismo Lugh, por cualquier cosa que desearas… ya que eso juró Lugh, dando su palabra de duende, mucho antes de que Arturo fuese coronado rey. Pero como ves, tú no puedes hacerlo… en estos días no pueden humanos ni duendes. Y fue por eso que, cuando Arturo fracasó, Lugh decidió que para nosotros no había esperanzas en los humanos, y todos debemos regresar a Duendia. Y eso hacemos ahora, por cierto, como sabes… «¡Duendia me proteja!».
Las últimas palabras brotaron en un gañido, y desde el reparo de la duna oyeron súbitamente varias voces masculinas que gritaban a la vez. Alzando la vista hacia Baneen, Rolf vio que ahora el duendecito flotaba a casi cuatro metros del suelo, arrastrado por la brisa, como una pompa de jabón, con los diminutos brazos cruzados sobre el pecho, su rostro aún vigorosamente ceñudo.
—¿Qué? ¿Qué es todo esto? —ladró Mister Sheperton.
Los gritos provenían de la embarcación. A la distancia, la voz de Lugh bramó:
—¡Baneen, grandísimo escuerzo, bájate ya!
Rolf se precipitó a lo alto de la duna. Se echó de bruces e hizo señas a Rita para que lo imitase. Ella así lo hizo, a su lado, y ambos atisbaron cuidadosamente a través de las altas hierbas.
La embarcación de los cazadores furtivos era un desastre. En mitad de la nave brotaba un alto surtidor de agua, y en la popa el motor lanzaba una enorme nube de humo. Los marineros correteaban por toda la cubierta, sin saber evidentemente por dónde empezar.
El capitán chillaba:
—¡Se hunde! ¡Se hunde!
Dos hombres con trajes de calle y anteojos para el sol se mostraban pálidos y asustados. Se encontraban en la proa de la barca, boquiabiertos.
—¡Socorro! —llegó desde lo alto la voz de Baneen, al tiempo que el surtidor de agua variaba súbitamente de ángulo hasta que empezó a rociar a los negociantes. Estos farfullaron ruidosamente y agitaron los brazos, tratando de protegerse del líquido que llovía sobre ellos.
—¡Que «bajes» te dije! —rugió Lugh, que otra vez en la escena alzaba la vista hacia Baneen.
Este hizo unos movimientos sinuosos, agitando los pies en el aire, y gritó impotente:
—¡Por la Sagrada Piedra de Duendia, he gastado tanta magia en esos tunantes que no puedo volver a bajar!
La cara de Lugh semejaba una nube de tormenta.
—Pues que el muy bribón cuelgue allí hasta que se ponga el sol —murmuró.
Y se alejó a zancadas rumbo a la Cañada de los Duendes.
Rolf se quedó tendido en la arena, volviéndose para observar la furiosa actividad en la embarcación, que seguía haciendo agua y echando humo. Luego miró de nuevo a Baneen.
El duendecito parecía auténticamente asustado.
—Lugh, querido mío, ¡no me dejes aquí, por favor! El viento está cambiando… mira, me lleva hacia el mar. No querrás que vaya a parar a una líquida tumba, ¿verdad, Lugh, el más guapo y poderoso de los duendes… verdad, Lugh… verdad?
La voz de Baneen se hacía más aguda a cada palabra. Y por cierto que empezaba a derivar hacia la cima de la duna, encaminándose hacia el mar.
Lugh se detuvo y alzó la vista hacia Baneen.
—Para ti una tumba líquida, embustero. Con tus tretas te has puesto en este atolladero; a ver ahora si puedes salir de él. Yo no te ayudaré.
—El agua perjudica a los duendes —dijo Rolf a Rita.
—Podría ser muy perjudicial para Baneen caerse en el océano —admitió a regañadientes Mister Sheperton—. Los duendes son inmortales, claro está, pero así y todo…
—Miren —señaló Rolf—. Está flotando para este lado. Tal vez podamos sujetarlo cuando llegue a lo alto de la duna…
—La gente del barco nos verá —dijo Mister Sheperton.
—Por ahora tienen bastantes problemas —contestó Rolf con rapidez, echando una ojeada a la frenética actividad en la embarcación—. No mirarán para acá. Y además no podemos dejar simplemente que el viento se lleve a Baneen sin tratar de auxiliarlo.
Mister Sheperton contempló largo rato la agitada silueta de Baneen que flotaba lentamente hacia ellos.
—Está demasiado lejos —declaró el perro meneando su hirsuta cabeza—. No puedo saltar tan alto.
Rita asintió a su vez.
—Me temo que esté en lo cierto, Rolf. No podemos llegar a él, ni siquiera desde la cima de la duna.
Rolf sintió que el rostro se le endurecía en un ceñudo gesto de empecinamiento.
—¿Ah, sí? Pues no vamos a quedarnos aquí dejando que se vaya al mar sin al menos tratar de ayudarlo.
Se puso de pie y echó a andar lentamente hacia la base de la duna. Más o menos a medio camino alzó la vista, verificó la posición de Baneen y luego empezó a trotar siguiendo la cuesta de la duna para ponerse exactamente debajo del duende. Esperó unos instantes, hasta que Baneen llegara más cerca de lo alto de la duna.
Entonces Rolf echó a correr. Subió velozmente la cuesta de la duna hacia la cima, una zancada tras otra, cada una más larga que la anterior. Baneen estaba ya en la cima y empezaba a flotar pasándola cuando Rolf alcanzó la cúspide y saltó.
Sus dedos estirados envolvieron un pie. Rolf cayó en la arena y se despatarró de bruces, con Baneen (que chillaba y se quejaba) a salvo en una mano.
—¿Y eso qué es? —vociferó el hombre de traje.
Rolf había caído del lado de la duna que daba hacia el mar. Mister Sheperton salió precipitadamente y recogió en los dientes a Baneen, mientras Rita venía para ayudar a Rolf a incorporarse.
—¡Otra vez ese chico y su perro! —exclamó el capitán con voz chillona—. ¡A ellos, y esta vez quiero que se los traiga aquí!
Los cinco —ambos negociantes empapados, los dos mugrientos marineros y el capitán— salieron trepando de la embarcación en pos de Rolf y sus amigos.
Rolf emprendió el regreso hacia la cima de la duna, sujetando a Rita por un brazo. Pero en la cima vio a Lugh allí parado con las piernas muy abiertas y los brazos cruzados sobre el pecho.
—Eres un jovencito valeroso —declaró Lugh con seriedad—. No te inquietes por esos malandrines.
Tras lanzar una fiera mirada, Lugh señaló con un dedo a los cinco hombres que avanzaban.
—«Q-que la ira de Duendia caiga sobre vuestras cabezas».
Rolf se volvió para mirar.
Inmediatamente una lluvia de botellas, colillas de cigarrillos, latas de cerveza, papel apelotonado, vasos de plástico; mil y un objetos cayeron del aire vacío sobre las cabezas de los que se acercaban. Estos vociferaron y gritaron, se cubrieron la cabeza con los brazos, tropezaron y cayeron en la arena al par que una botella tras otra, una lata tras otra, ceniceros, platos de papel, un chaparrón de basura caía encima de ellos.
Lugh sonrió con aire siniestro.
—Hace semanas que vienen arrojando esas cosas desde su horrenda embarcación, sí señor. Y yo las vine guardando para ellos.
Los desechos siguieron volcándoseles encima hasta que todos pudieron refugiarse. Mágicamente, no había nada de basura sembrada en la playa, que estaba despejada.
Mirando por última vez a los individuos mientras él y Rita pasaban sobre la saliente de la duna, Rolf vio a los cinco agazapados bajo el puente, temblorosos y atónitos. Hasta el capitán estaba sucio de tierra y sudor, y cubierta de arena su hermosa chaqueta.
Cuando se encaminaban de regreso a la Cañada de los Duendes, con Lugh varios pasos adelante de los demás, Baneen se puso a hacer cabriolas con la vivacidad de siempre.
—Ah, muchacho, me salvaste. Me salvaste de un destino peor que la muerte… agua. —Y el duendecito se estremeció.
—Fuiste valerosísimo —aseveró Rita.
Rolf agitó las manos con turbación.
—Y ¡qué salto! —continuó Baneen—. El muchacho saltó como un atleta olímpico. Y yo creyendo que tenías una pierna mala, jovencito. ¿Quizá ya esté del todo curada?
Rolf, que había olvidado totalmente su pierna lastimada, sintió un extraño calor interior.
—Sí —repuso—. Creo que está totalmente curada.
—Ah, ¿ves ahora? —exclamó Baneen, volviéndose hacia Mister Sheperton—. Los tratos del muchacho con duendes no lo han perjudicado tanto que digamos, ¿verdad? Le curamos la pierna sin casi probarlo.
Mister Sheperton se encolerizó.
—Típica chicanería de duendes. Baneen, no te atribuyas el mérito de la salud de Rolf. La pierna se le curó sola. Solo que hasta hoy no la había puesto a prueba. Nada tuviste que ver tú con su curación.
—Tal vez, tal vez. Pero el caso es que el muchacho creía tener la pierna floja hasta que yo dispuse mostrarle lo contrario.
—¿Que tú dispusiste? —se asombró Rolf.
—Ah, bueno, en verdad no fue nada… absolutamente nada —repuso el duendecito como al descuido—. Y me hizo bien al corazón ver a esos malandrines corriendo de un lado a otro mientras la nave se hundía. Hablemos de cosas más interesantes…
—¡Eso sí que no! —ladró Mister Sheperton—. Ya estamos hartos de tus trapacerías de duende. Por una vez queremos una explicación clara. Rolf, Baneen no hacía más que divertirse a costa de los tripulantes de la barca. A ese diminuto cerebro suyo ni siquiera se le ocurrió pensar en tu pierna hasta que todo hubo pasado. No permitas que trate de fingir otra cosa.
—Ah, de veras, ¡y qué perro magnífico y sabio eres para decir lo que yo pensaba y lo que no! —exclamó Baneen—. Dices que estás harto de nuestras trapacerías… y ¿alguna vez te pasó por la mente que a nosotros nos habían cansado un poco tus constantes rezongos perrunos? ¡Mira, tus eternas críticas y tu menosprecio de lo que hacemos los duendes y de todo lo duendesco son algo que la carne y la sangre verdes no pueden tolerar!
—Aguarden un minuto —intervino apresuradamente Rolf. Pero ni Baneen ni el perro lo escuchaban.
—Bueno, ¿quieres discutirlo, entonces? —gruñó mister Sheperton—. ¡Pues vamos! Desde que era cachorro llamé al pan pan y al vino vino… y hasta que muera llamaré duende a un duende. Y si no te agrada…
Mostró los dientes. Baneen saltó en el aire, fuera del alcance del perro, y allí pendió vibrando de indignación.
—¡Tú y tus colmillazos! —exclamó—. Crees que puedes salirte con la tuya siempre… Pero ten cuidado, perro; nosotros los duendes no estamos desvalidos. Empújame apenas un poquito más e invocaré a un dragón que te muerda, te masque y te mate.
—¡Ja! —resopló Mister Sheperton—. ¡Así que invocar un dragón, nada menos! ¡Basta ya de tus cuentos exagerados!
—¡No es ningún cuento exagerado! —gritó Baneen, casi bailando en el aire de furia—. ¡Como tal vez lo averigües a tu costa si no te corriges!
—¡Vamos, vamos! ¿Un dragón? ¿Por qué clase de tonto me tomas? Si tienes un dragón, ¡veámoslo!
—¡Pobre de ti si lo invoco!
—¡No me digas «pobre», duende! Dije que muestres el dragón o admitas que no lo tienes.
—Lamentarás lo que dices, Mister Sheperton…
—¡Tal como pensaba! —resopló el perro con disgusto—. Cerca de ustedes, los duendes, no hay cosa que se parezca a un dragón.
—¡Que no hay cosa…! —chilló Baneen.
—Eso dije.
—¿Ningún DRAGÓN?
—¡Ninguno!
—Perro, hoy has ido demasiado lejos…
—Esperen. Esperen —intervino apresuradamente Rolf—. Oigan, no hace falta que los dos se alteren tanto por esto. Baneen, ¿por qué no le das simplemente a Mister Sheperton tu palabra de duende de que el dragón existe? Entonces…
—¿Palabra de duende? —Baneen tragó saliva de pronto con expresión desdichada—. Glub…
—¿Y A QUÉ VIENE TODO ESTO DE LA PALABRA DE DUENDE? —atronó una voz conocida, y Lugh penetró a zancadas en medio de ellos.
—Ah… Querido Lugh, ¿estás seguro de haber oído bien al muchacho en este momento? —tartamudeó Baneen—. ¿Fue realmente la palabra duen…?
—Oí lo que oí y bien sabes que lo oí —respondió Lugh con mal gesto—. ¿A qué tanto hablar de la Promesa Inviolable… y nada menos que con humanos y perros?
—¡No permitiré que se insulte mi inteligencia! —rabió Mister Sheperton—. Este verde amigo tuyo estaba amenazándome con un dragón.
—Y yo —agregó Rolf, tratando aún de echar aceite sobre las aguas revueltas—, me limité a sugerir que Baneen diera a Mister Sheperton su… ejem… palabra de duende de que el dragón existía, zanjando con eso la cuestión.
El ceño de Lugh se ensombreció todavía más.
—¿Dónde oíste hablar de la palabra de duende, muchacho? —preguntó.
—Pues apenas la otra vez que estuve aquí —contestó Rolf—. Baneen y O’Rigami tenían una pequeña discusión sobre la forma del universo…
—¡Ajá! —Lugh se volvió hacia Baneen, clavando en él una mirada amenazante. Con aire de disculpa, el duende más pequeño se deslizó del aire al suelo—. Dejaste escapar que hay una promesa que ningún duende puede violar, ¿no es cierto, mi ruidoso charlatán? ¿Y ahora has dejado que tu lengua te traicione respecto de nuestro dragón duende? Muy bien, que esto sea una lección para ti. Amenazaste al perro con el dragón. ¡Muéstraselo, pues!
—Ah, vamos, sin duda no hace falta llegar a tanto… —empezó Baneen.
—¡MUÉSTRALO!
—¡Aguarden! —Rolf tragó saliva con fuerza—. ¿Quieren decir que realmente hay…? No van a echar ningún dragón sobre mi perro… —agregó rodeando protectoramente con los brazos el pescuezo de Mister Sheperton.
—Que venga no más —gruñó Mister Sheperton mientras rastrillaba el suelo con las patas delanteras—. ¡Por San Jorge, enfrentaré a la bestia diente contra diente y uña contra uña!
—Shep, cállate, ¿quieres? —dijo Rolf con desesperación—. Lugh…
Erguido, los brazos cruzados, Lugh miraba con fijeza a Baneen, quien muy descontento hacía pases con las manos en el aire. En derredor de la Cañada, todos los demás duendes habían quedado en silencio y estaban inmóviles, observando. Una bocanada de humo rojo remolineó entre las manos de Baneen, y el duendecito se apartó de un salto.
Apresurado, Rolf se puso ante Mister Sheperton, dando frente al humo.
—¡Esperen! —gritó—. Si algo le pasa a Shep, no moveré una mano para ayudarles a que la cometa…
—Demasiado tarde —dijo Lugh sombríamente.
El humo rojo se atenuó… revelando, no un temible ser de gran tamaño, con escamas y aliento de fuego, sino una mesita redonda con un mantel blanco y en medio de ella una pequeña construcción blanca, un tanto parecida a una pajarera.
—¿Qué? —exclamó Rolf, mirándola extrañado.
—¡Baneen! —exclamó imperativamente Lugh.
Baneen tragó saliva y se volvió hacia la casita diciendo con un hilo de voz:
—¡Poderoso dragón de la poderosa Duendia! ¡Sal! ¡Sal y mata!
Del oscuro portal de la pajarera brotó una nubecita de humo; luego nada, durante unos segundos; después otra nubecita de humo. Finalmente apareció una tercera nubecita de humo con una diminuta llama amarilla en el medio.
—¡«Sal», dragón! —exclamó Baneen con voz aguda, desesperada—. ¡Te lo ordenamos! Una minúscula cabeza verde de dragón se asomó por la abertura, miró en derredor, lanzó un profundo suspiro y volvió a desaparecer. Dentro de la pajarera hubo un traqueteo metálico, otro suspiro, y una vocecita chilló tenuemente:
—¡Matar! ¡Matar!
El dragón salió bailando de la pajarera a la mesa, con una espada minúscula en cada zarpa delantera.
—¡Matar! ¡Matar! —gritaba mientras hacía ademanes amenazantes hacia todos lados con las espadas y lanzaba redondas bocanadas de humo, con una que otra llamita adentro—. ¡Matar! Matar… matar… mat…
El dragón empezó a jadear. La llama desapareció totalmente y hasta las nubecitas de humo se dispersaron. Las espadas que empuñaba empezaron a bajarse.
—Matar… —resolló el dragón, y miró a Baneen con aire implorante—. Matar… ¿hasta… cuándo? No soy… matar… tan joven como… matar… como antes, miren.
—¡Basta ya! —ordenó bruscamente Lugh con un ademán. Vuelve a tu casa y descansa tranquilo. Palabra de Lugh el de la Larga Mano que no serás llamado al menos hasta dentro de diez mil años.
—Huf… gracias… señor… —jadeó el dragón.
Se ocultó en su casa y esta, con mesa y todo, desapareció en otra nube de humo verde…
—Vuelvan al trabajo todos los demás —ordenó Lugh; los otros duendes volvieron a sus actividades—. ¡Y ahora, que eso zanje la cuestión!
Dicho esto, se alejó a zancadas. Rolf, Rita y Mister Sheperton quedaron ante el alicaído Baneen.
—Vaya, vaya —gruñó el perro en un tono curiosamente avergonzado—. No quise ponerte en apuros, Baneen, mi viejo. Realmente no creía que tuvieran un dragón. Te ruego que me disculpes.
—Ah, vamos, muy amable de tu parte, Mister Sheperton —repuso Baneen con tristeza—. Pero ese gran monstruo de Lugh tenía razón. Fue culpa mía por amenazarte con el pobre ser. Lo cierto es que me fui de la lengua…
—No digas más —repuso el perro con voz ronca.
—Pero antes era un dragón de tamaño natural, claro que sí —continuó Baneen, mirando implorante al perro y también a los dos humanos—. Allá en la luminosa y polvorienta Duendia. El dragón personal de la Casa de Lugh, con sus veinte codos de altura y cuarenta y seis codos de largo. Sin embargo, hubo que achicarlo un poco para traerlo a esta Tierra de ustedes, y como ya mencioné antes… en este acuoso lugar ni siquiera Lugh pudo lograr que el ser recobrara su tamaño adecuado… aunque tampoco habríamos querido que anduviera suelto y acaso se hiciera matar, como todos los dragones nativos de ustedes, en la época de los caballeros. Ah, qué crueles fueron vuestros férreos antepasados con los dragones nativos, asesinándolos en cuanto los veían, y todo en nombre del honor y la gloria.
Baneen suspiró profundamente. Rolf se encontró suspirando con el duendecito. Unos cuantos dragones, todavía vivos, podrían haber hecho mucho más interesante la vida moderna.